Juan Gómez-Jurado - Diario de una epidemia
Día dos: odio los domingos por la tarde
«A medida que la tarde avanza, sin gran cosa que hacer, uno se enfrenta a la verdad insoslayable del tiempo que se difumina, al igual que la luz que huye de las ventanas»
Odio los domingos. Hay una melancolía extraña que se instala en el cuerpo después de comer y va echando raíces cuesta abajo, hasta engancharse en el alma y extraerte la alegría. A medida que la tarde avanza, sin gran cosa que hacer, uno se enfrenta a la verdad insoslayable del tiempo que se difumina, al igual que la luz que huye de las ventanas. Los domingos por la tarde te recuerdan que tus horas están contadas, que los minutos preciosos se escurren como arena entre los dedos.
Coges un libro y te preguntas, con cierta angustia, si será el libro adecuado. Si merece la pena que dediques un rato valioso a esas palabras. Dudas, levantas otro. Al final, no te embarcas en ninguno de ellos, por miedo. Acabas arribando a las seguras costas de Dumas y Rilke, de Homero y de Tolkien. Mares cartografiados en la infancia y la juventud, que es lo que, precisamente, se escapa. Y a medida que el sol se pone, me doy cuenta de que cuando usted lea esto, también será domingo. Y pasado mañana, y al otro también.