Juan Gómez-Jurado - DIARIO DE UNA EPIDEMIA
Día 23: polvo
Desde la ventana de mi casa puedo ver los libros en el escaparate —los míos, entre ellos, que eso Santiago lo cuida mucho—. Están solos. Cogiendo polvo. Sin moverse, sin salir a buscar nuevas mentes en las que habitar.
Vivo junto a una librería de barrio. Pequeña, independiente. Regentada por un librero de los de toda la vida, de los de raza. Un tipo optimista y sensacional. Se llama Santiago, y es muy buena persona. Su risa cálida y su saludo, siempre alegre, son una bendición que me acompaña cada vez que entro en la librería. Suenan casi al mismo tiempo que la campanilla, de esas infames, que cuelga del techo, de esas que avisan cuando la puerta se abre. Hace muchos días que el sonido de la campana no se escucha, ese tañido suave, más un tintineo de aluminio que un rugido de bronce. Desde la ventana de mi casa puedo ver los libros en el escaparate —los míos, entre ellos, que eso Santiago lo cuida mucho—. Están solos. Cogiendo polvo. Sin moverse, sin salir a buscar nuevas mentes en las que habitar. Todos los dramas que estamos viviendo —los miles de muertos, las situaciones de exclusión y de desamparo cada vez mayores— hacen insignificante este otro. Y, sin embargo, el polvo que se acumula sobre los libros me hace sentir muy desdichado. Me pregunto hasta cuándo.