Jaime Brihuega
Ouka Leele, en la trinchera de la imaginación
Bárbara Allende se resistía a ser recordada sólo como una artista de la movida
Bárbara Allende se resistía siempre a ser presentada como un trozo de historia encapsulado en determinados clisés mediáticos. Sobre todo en aquellos que tienen que ver con esa imagen de inmadurez impenitente, hoy ya vieja y amarillenta, que caracterizó el clima epocal de los ochenta y que todavía trufa densamente la memoria colectiva.
Cuando en 2006 comisarié la exposición de sus obras en el edificio de Antonio Palacios de Alcalá 31, el recorrido antológico por la obra de Ouka Leele que teníamos como objetivo sugería un extraño, intenso y a la vez melancólico «Pasaje» a través del tiempo. El atravesamiento de ese cuarto de siglo que se agolpaba, todavía apretujadamente, en la recámara de nuestros pensamientos. Un paseo que, a su vez, era consciente de la memoria acumulada en la Edad Contemporánea y la representa a través de alegorías, así como se plantea también la crisis en que esta memoria empezó a sumergirse, precisamente, en los años en que Bárbara Allende vio la luz como artista.
Porque cuando el simulacro mundano que tiene lugar en la calle se transforma en un parque temático de la vida, ciertas imágenes (esas otras que constituirían el enorme resto del mundo) tienen que atrincherarse en la imaginación o tender a edificarse sobre los cimientos, más o menos fuertes, más o menos debilitados, de la memoria.
Así, las obras artísticas de Ouka Leele permitían construir la complejidad del mundo desde la solitaria condición de incógnito de que siempre goza la intimidad del que mira, que ahora es también el que piensa y recuerda. Tal vez esa imagen del mundo ya no sirva de patrimonio colectivo para el imaginario. Al menos sí para el recuerdo de una artista única.