«Don Giovanni» o la mala fortuna
Insiste el Teatro Real en romper la maldición de «Don Giovanni» y desde ayer recupera el título reuniendo una puesta en escena solvente y un primer reparto de notables, algunos de ellos con una experiencia indiscutible ante la obra y la producción. Los aplausos que anoche acompañaron el estreno y los esporádicos bravos que de forma exaltada se escucharon en varios momentos deberían recordarse como demostración de un éxito general que, sin embargo, implica una sombra de incertidumbre para algunos pocos: otra muesca en la historia madrileña de una ópera compleja, difícil e incómoda.
Ya en 1835, el compositor y pianista Santiago Masarnau se revelaba en «El Artista» contra el mal éxito de «Don Giovanni» en la capital y, exaltado, aclaraba que el asunto no era problema de una obra excepcional sino de la lamentable interpretación musical a la que se le había sometido. Era un punto que de vista que recolocado en nuestros días rememora la fallida inauguración de la temporada 2005 con Lluís Pasqual en la escena, Víctor Pablo en la dirección musical y un reparto muy español. Con todo, fue una representación encomiable si se compara con el formidable fiasco que, ochos años después, logró la familia Simpson (la referencia se usó entonces) sobre la que Dimitri Tcherniakov proyectó sus fantasmas escénicos en complicidad con el director de orquesta Alejo Pérez.
Es razonable que estos antecedentes obligaran al Real a andarse con pies de plomo y, dispuesto a volver sobre «Don Giovanni», se preocupara por buscar en el baúl de la obra interesándose por la producción estrenada en Salzburgo en 2008. En aquel entonces, su estreno dividió al público entre partidarios y detractores, porque el director musical Bertrand de Billy recibió un abucheo monumental. La producción de Claus Guth, ahora se comprueba, ha sobrevivido con dignidad y frescura, y funciona con dignidad sobre el escenario del Teatro Real aun aforando para ajustarla a la Haus für Mozart salzburguesa para la que fue concebida. En este bosque giratorio, en el que tan importante es la luz de Olaf Winter, se reconoce un trabajo serio, posible (en su adaptación argumental) y militante al proponer una consideración contemporánea del mito. Queda, por tanto, fijarse otra vez en la interpretación musical, particularmente en el director musical, Ivor Bolton, alguien muy apreciado en la capital, pero que anoche pinchó consiguiendo incluso que la orquesta titular sonase impropiamente desajustada.
A Bolton le pesa «Don Giovanni». En su versión hay lentitud, poca soltura, con consecuencias penosas sobre un reparto que necesitaría otro mimo. La representación de ayer se balanceó entre un comienzo absolutamente desastroso y un final en el que la orquesta terminó subiendo el volumen desproporcionadamente a la búsqueda de un dramatismo imposible. Christopher Maltman y Erwin Schrott son unos veteranos Don Giovanni y Leporello. Sin entrar a juzgar el ambiguo juego de timbres intercambiables y a veces intercambiados (Schrott ha defendido por igual los dos papeles) es imposible reconocer en ambos la frescura, la gracia y el atractivo de una actuación que desde aquellas primeras representaciones salzburguesas ha puesto al público de pie muchas veces. El aria del catálogo, sin agilidad, entrecortada y plana es parangonable a la «canzonetta» de Don Giovanni muy justa de recursos. El tiempo ha dado cuerpo a voces que suenan potentes, a ratos dominadoras, inauditamente limitadas en el dibujo del personaje.
Tampoco las mujeres tuvieron su noche. Brenda Rae (Donna Anna) porque tuvo serios problemas con las agilidades y una voz escasa en el grave. Annet Fritsch porque el timbre dibuja pacatamente a Donna Elvira y dejó muy gritada su aria vienesa «Mi tradì, quell’alma ingrata». De manera que fue interesante escuchar a Louise Alder, aunque solo fuera por la frescura y la intención de dibujar una línea coherente. Intervinieron con suficiencia Mauro Peter (Ottavio) y Krystof Baczyk (Masetto), y lo pasó muy mal Tobias Kehrer dando forma al Comendador. La noche fue proclive y, por lo que se vio, también brillante porque como explica Don Giovanni: «Me gasto el dinero… me quiero divertir».