GRAN CINE DE GRAN LITERATURA

'El gatopardo' y la sublime decadencia

«La adaptación de Visconti es perfecta, con las variantes que le permiten el arte cinematográfico, las modificaciones adecuadas a la entrada de la imagen, la música, el movimiento y el brillo de subrayar unos diálogos y personajes magistralmente elegidos»

Claudia Cardinale y Alain Delon en 'El gatopardo' ABC

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Al príncipe Salina , Don Frabizio, le proponen en la nueva etapa que comienza la Italia unificada un puesto en el Senado, declina con elegancia tan generoso ofrecimiento y, a su vez, lanza otra candidatura, lo hace con cierta retranca y distancia, el puesto lo debe ocupar, sugiere, don Calogero Sedàra, el padre de Angelica. El nuevo hombre de la nueva Italia. Así se lo explica al enviado por el gobierno de Turín, Chevalley. Sin mostrar decepción, pues las razones que ha mostrado Salina son harto convincentes, Chevalley le comenta: «Si los hombres honrados se retiran, el camino quedará libre para la gente sin escrúpulos y sin perspectivas, para los Sedàra, y todo será de nuevo como antes durante siglos».

Se acabaron los ideales, se acabó el mundo de ayer, la máxima que preside la gran novela de Lampedusa, ' El gatopardo ', ese cambiar todo para que nada cambie es la expresión de la sublime decadencia, de un cierto cinismo enmascarado con el esplendor en la memoria, los tiempos pasados y el presente como un juego de intereses inmediatos y mundanos. Luchino Visconti , que había llevado al cine obras de James M. Cain, Dostoievski, Camus y Mann, se embarcó en la adaptación de esa novela épica siciliana bajo una constante en su obra: la decadencia. Como señala, con acierto y rigor, Andrés de Francisco en 'Visconti y la decadencia. Otra mirada a la modernidad' (El Viejo Topo, 2019), 'El gatopardo' es la cumbre de su filmografía porque «cierra un complejísimo universo en el que lo estético se entremezcla con lo político, en el que el bien y el mal conviven y hasta se entremezclan formando una unidad inseparable, donde la sofisticación no logra enterrar lo grotesco, donde la muerte se convierte en anhelo y donde la risa puede cumplir funciones disolventes y casi revolucionarias».

Su adaptación es perfecta, con las variantes que le permiten el arte cinematográfico, las modificaciones adecuadas a la entrada de la imagen, la música, el movimiento y el brillo de subrayar unos diálogos y personajes magistralmente elegidos. Una adaptación cinematográfica es siempre una baraja de opciones. En primer lugar, de los protagonistas. Aquí, Burt Lancaster , como príncipe Salina, cuando ni el propio Visconti pensaba en él, sino que fue impuesto, bendita sea, por la productora, alcanza una de las cimas de su formidable carrera. Melancólico, cínico, cansado. Claudia Cardinale como Angelica Sedàra no volvería a repetir esa fuerza, arrojo y torrencial seducción que el director supo descubrir a través de la cámara. Alain Delon como Tancredi se presenta con la pasión, el aventurerismo y la ensoñación de un joven revolucionario del vertiginoso siglo XIX. Cuando Visconti reúne a Angelica y Tancredi en la cena de bienvenida al nuevo hombre, Sedàra, el impacto de esa pareja despide energía, juventud y arrebatado romanticismo y forma ya parte de lo más recordado y admirado de la historia del cine.

Visconti en poco más de tres horas de duración de la película incorpora todos y cada uno de los elementos que habían destacado, como epifanías furiosas, en la novela, con una escena como es la del baile final y el paseo solitario de Salina por las calles de Palermo que muestran cómo la decadencia, también, adquiere un carácter sublime. Para siempre.

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