Necrológica Emilio Lavandeira

Fotógrafo y retratista de Compostela

Trabajó en Blanco y Negro y forjó su carrera profesional en la Agencia Efe

José Luis Jiménez

El cartel de su primer estudio de fotografía en Santiago rezaba: «Lavandeira, el peor fotógrafo y el más caro». Era una doble mentira porque era uno de los mejores y lo que pudiera costar el retrato se compensaba con la conversación y el buen humor de este fotógrafo natural de Ortigueira que, desde los ocho años, se convirtió en un compostelano más, ciudad que lo hizo hijo adoptivo este mismo enero.

Emilio Lavandeira fue en la vida lo que quiso. Principalmente feliz, por voluntad propia y mientras tuvo conciencia de sus actos. Pudo haber sido jesuita o leguleyo, pero desde bien joven dejó claro en casa que su vocación era retratar la realidad con una cámara de fotos. Advirtió a sus padres que o le financiaban o se iría como emigrante a Venezuela. Su madre pagó el rescate y su hijo compró su primera cámara, en La Coruña, aunque se fue a hacer fotos a la capital de España.

En Madrid, a falta de uno, le llovieron los trabajos. Echó mano de él nuestro Blanco y Negro, pero también ‘Arriba’ (¡ay si hubieran sabido qué pensaba don Emilio!) y ‘Nuevo Diario’. En 1979, tras quince años en la Corte y Villa y de donde regresó con el título de Periodismo que cursó en la Complutense, volvió a Santiago –«mi ciudad de referencia», decía– y se enroló en la Agencia Efe, donde inició una saga de fotoperiodistas, además de colaborar con algunas cabeceras locales como ‘El Correo Gallego’ o ‘La Noche’.

De su desempeño profesional da testimonio el premio Galicia de Comunicación que recibió en 1998 y el reconocimiento ‘Una Vida en Imágenes’ en la Fundación Caixa Galicia, del que fue protagonista en 2010, fechas en las que ya disfrutaba de la jubilación. O, si se prefiere, donde la jubilación disfrutaba de la incesante creatividad de Lavandeira, ya fuera como músico de la tuna, de su grupo de amigos, de sus caricaturas en acuarela o de su fecunda actividad literaria. La esencia era estar siempre activo.

La vida por las tristes piedras compostelanas no quedaba recogida únicamente en su objetivo, sino también en los retratos que esbozaba a vuelapluma en la libreta, tan inseparable como su cámara. La imagen con Lavandeira tomaba un sentido humorístico, retranqueiro, gozoso, en su palabra escrita. Ocurrencias originales, ‘emiliorismos’, como los bautizó el dramaturgo Euloxio Ruibal. Una conversación con Lavandeira era sinónimo de sabiduría, de ese buen humor que él mismo consideraba «una caja de resistencia» para afrontar el día a día.

Si hubiera que cincelar algunas frases para el mármol, probablemente serían: «Nunca verás un hombre inteligente que sea idiota del todo» y «Ser ateo es relativamente fácil, teniendo salud, claro». Sus hijos Ángel, Catalina, Emilio, Lola, María y Santiago quedarán en su Compostela adoptiva para cuidar por muchos años a su viuda Catalina Villar, y seguir recordando entre sonrisas y anécdotas –como el pasado lunes en el tanatorio– la genialidad y singularidad del que se fue, un tipo feliz de serlo y de contagiárselo a quienes le rodeaban.

JOSÉ LUIS JIMÉNEZ

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