Al final de la escapada: por qué caminar en un mundo pandémico
La crisis del coronavirus ha revalorizado el arte del paseo, un lujo inalcanzable durante el confinamiento que, de alguna manera, nos reconcilia con nuestro pasado nómada
![Erling Kagge, durante una de sus expediciones](https://s2.abcstatics.com/media/cultura/2020/06/28/kagge2-kkAF--1248x698@abc.jpg)
Al principio andábamos despistados, aún sin la mascarilla obligatoria, casi como homínidos recién bajados del árbol: ellos cazaban mamuts, nosotros libertad, un poco de silencio, de soledad o de compañía. Las semanas de confinamiento habían convertido el mundo en un lugar extraño, y había que explorarlo. Era un impulso primitivo, primario, inevitable, que nos recordaba (nos recuerda) que no somos tan distintos de nuestros ancestros. Han pasado los siglos, han evolucionado el mundo y nuestras motivaciones, nos hemos civilizado, hemos cambiado la cueva por el chalet o el piso compartido, pero tanto tiempo después aún seguimos caminando, estirando nuestras piernas porque, en el fondo, sabemos que a veces se está mejor ahí fuera, donde el sol quema y la lluvia moja. Solo nos ha hecho falta una pandemia mundial de proporciones bíblicas para caer en la cuenta: somos monos que caminan , monos raros, y nuestra historia es un sendero lleno de huellas.
Todo empezó cuando nos levantamos: menudo invento. Fuimos los únicos primates que conquistamos el mundo casi por completo, que nos expandimos como un virus, o incluso mejor. Habíamos alargado la zancada, y eso nos permitía llegar lejos, muy lejos. «En general, los primates, el grupo evolutivo al que pertenecemos, viven sobre todo en las selvas húmedas y sus territorios son pequeños. Sin embargo, nosotros somos una especie de territorio muy amplio, y eso es lo que tiene que ver precisamente con lo de caminar. Somos una especie caminante, una especie que está hecha para caminar», afirma el paleontólogo Juan Luis Arsuaga . Pero el asunto podría ir más allá: ¿y si somos lo que somos porque caminamos? «Nacimos exploradores y nacimos para caminar. No fue el homo sapiens quien inventó el bipedismo, fue la posibilidad de caminar sobre dos piernas lo que nos inventó a nosotros», opina el escritor y aventurero Erling Kagge , autor de « Caminar » (Taurus).
Estamos diseñados, por tanto, para el pateo, eso es innegable. Aunque luego inventamos la agricultura y empezamos a disfrutar de los placeres domésticos, a empequeñecer nuestro mundo, y ya no era necesario moverse tanto para comer: primero se llamó sedentarismo, después pereza. Pero en nuestra esencia se nos quedó pegado nuestro antepasado errante, y eso aún lo sentimos, últimamente más que nunca. «Lo curioso del tema es que hemos vuelto otra vez a los territorios pequeños. Porque hasta hace poco tiempo la gente vivía en un pueblo y apenas salía de él. El confinamiento nos llevó a eso, a no salir, pero estábamos deseando hacerlo: nuestra naturaleza nos lleva a movernos, a cambiar de sitio. Enseguida la gente en cuanto le abrieron la puerta salió corriendo... Algo hay de ancestral en todo eso», apunta Arsuaga.
Nada tienen que ver los caminos de hoy con los primitivos: antes salíamos por necesidad, ahora lo hacemos por vicio. Buscamos algo, aunque no sabemos el qué. Hay mil respuestas, pero la pregunta es solo una: ¿para qué seguimos caminando con lo bien que se está en casa?
Tenemos el caso de Nacho Dean , que decidió dar la vuelta al mundo a pie. Tardó tres años (2013-2016), recorrió treinta y tres mil kilómetros, pisó treinta y un países diferentes y gastó doce pares de zapatillas en el camino. También le mordió un perro en Honduras y cogió la fiebre chikungunya en México.
—¿Por qué lo hizo?
—Para cumplir un sueño.
![Nacho Dean, a su paso por Costa Rica durante su vuelta al mundo](https://s1.abcstatics.com/media/cultura/2020/06/28/dean-kkAF--220x220@abc.jpg)
Así de simple. Este malagueño retrata lo evidente: camina para sí, para conocer mundo, para ejercitarse, para liberar su mente, para hollar el planeta, para ser libre. Para contarlo en « Libre y salvaje » (Zenit). «Caminar es un ejercicio muy constante, repetitivo, en el que entras en una especie de meditación. Con el movimiento el cuerpo se oxigena, la mente se despeja. El esfuerzo hace que veas las cosas de manera diferente… He vivido tres años viviendo con lo que cabe en un carrito, he sido la persona más libre», resume. Y añade: «Caminar es el medio de transporte más silencioso y ecológico».
Erling Kagge, en cambio, camina para ir despacio, para marcar el ritmo de sus días. En 1990 llegó andando al Polo Norte con su compañero Børge Ousland. Dos años después, ya solo, se plantó en el Polo Sur tras cincuenta días de caminata, y en 1994 alcanzó la cima del Everest, para disfrutar de las vistas. Con esa última peripecia se convirtió en la primera persona en haber completado sin más ayuda que sus piernas el desafío de los Tres Polos . Caminar –opina– es un acto revolucionario, «casi anarquista», porque elimina las prisas. «La política y los intereses comerciales nos empujan a vivir los días a toda velocidad. Y caminar es una tarea lenta, por eso es una de las cosas más radicales que se pueden hacer. Que yo recuerde la mayoría de las revoluciones comenzaron con un montón de manifestantes caminando por las calles de una ciudad», asevera.
Kagge y Dean son caminantes radicales, necesitan la aventura como quien necesita el café por la mañana. Son excepciones. Hay otros motivos mucho más cercanos para estirar las piernas.
El filósofo Ramón del Castillo , que firma « Filósofos de paseo » (Turner), defiende que caminar nos predispone a una manera distinta de pensar, menos racional y más original: «La forma en la que te funciona la cabeza al caminar es parecida a cuando sueñas. Piensas de una manera muy vaga, haces más asociaciones, conectas cosas, pero no es un pensamiento lógico. Lo que recordamos de los sueños es lo que organizamos al despertarnos, cuando fabricamos el sueño. Esto es lo mismo: si tardas mucho en escribirlo se te olvida».
Meditación en movimiento
No es que Pablo d’Ors tuviera un miedo atroz a ese olvido, pero casualmente en 2005 se hizo construir una casa con una primera planta circular, ocupada por una única estancia rodeada de escritorios, pensada para divagar y escribir, que es lo suyo. Desde entonces deambula en círculos ahí dentro y, cuando le llega algo, un destello, corre a anotarlo en cualquiera de sus mesas. Su literatura, asegura, es peripatética: bebe del deambular sin rumbo, del pensar en movimiento.
D’Ors camina desde siempre, dentro y fuera de su hogar. Hay un motivo pedestre para esta costumbre: «Los escritores tenemos una vida muy sedentaria, hay que hacerle un contrapunto. Caminar no llega al exceso del deporte, que ya supone sudar, pero siendo ejercicio físico mantiene el talante contemplativo». Y otro más elevado: «El misterio de la vida es silencio y palabra, movimiento y quietud».
—¿Pero para qué paseamos?
—La caminata, el paseo, es como el arte, como el amor, como la espiritualidad: actividades gratuitas, para nada, porque sí. Todo lo esencial es gratuito. Por eso ahora algunas personas más sensibles a lo esencial lo retoman, lo recuperan. Por esa gratuidad.
Ulises viajaba para volver a casa, los peregrinos hacían el camino de la redención, pero los flâneurs, que nacieron en las ciudades, empezaron a deambular sin destino, para esquivar el hogar: eso también es «Ulises», pero según Joyce. Y eso, argumenta Del Castillo, es tremendamente «difícil». Porque salir por salir, sin ir a ningún lugar, por simple placer, por simple pasatiempo, es ir a contracorriente. A principios de siglo pasado, incluso, «te podían confundir con un voyeur, un detective, un espía o un psicópata». «Pasear supone observar, abrirse, mirar todo. Y en las ciudades de 1920 esto era muy problemático», apostilla. En parte aún sigue siendo algo raro, sospechoso.
Normalmente tenemos un lugar al que ir, cosas que hacer, cosas que comprar, una excusa, un automatismo. A Giacometti , el escultor por antonomasia del caminante, le interesaba precisamente esto último: el ser que camina pero no se mueve de su sitio.
![«El hombre que camina», de Giacometti](https://s1.abcstatics.com/media/cultura/2020/06/28/giacometti-kkAF-U40912247676pcH-220x280@abc.jpg)
«Tengo la impresión de que, tal vez, a Giacometti le impresionaba, más que el “acto de caminar”, la impresión de que “no vamos a ninguna parte”. Sus esculturas alegorizan tanto el movimiento cuando, en realidad, imponen la detención: pasos broncíneos que no tienen nada de heroico, incorporaciones que simbolizan la soledad en medio de la multitud. En cierto sentido, Giacometti es un “existencialista” que veía como la condición humana se reducía al final a “casi nada”. En esas presencias inquietantes (familiares e inhóspitas) late una profunda verdad (el pasar detenido, valga el juego de palabras, de las cosas que nos pasan) y su belleza es, sin duda, trágica y cotidiana», postula el crítico de arte Fernando Castro Flórez .
Tal vez hoy siga siendo cierto que vagamos sin movernos, sin cambiar, como esas figuras espigadas esculpidas en bronce, o tal vez no. Habrá de todo, claro: el caso es que caminamos. Será porque, en el fondo, es una forma muy bella de matar el tiempo, el mismo que nos sobró durante el confinamiento, cuando no había nada más que hacer que la misa de las ocho de la tarde. Ahora vivimos una normalidad nueva, peligrosa, pero nosotros seguimos siendo monos que caminan . Monos raros.
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