Fernando Iwasaki
Manual para ser Gistau
A sus hijos quiero decirles que no hay ninguna pieza esparcida por el suelo, sino maravillosos rastros de valor, nobleza y conocimiento
En «Gente que se fue» –relato que abría el último libro de David Gistau– el lector descubre sobrecogido las tribulaciones de Daniel, un joven herido por la ausencia del padre fallecido. Las heridas de Daniel eran las del propio Gistau, pues aquella conmovedora narración fue un exorcismo personal, ya que a su alter ego el padre le dejó «esparcidas por el suelo las piezas con las que Daniel tendría que construir sin manual de instrucciones el hombre que iba a ser».
Me gustaría dejar claro que a Gistau no lo perjudicó su afición al boxeo, pues el derrame que se lo llevó era una bomba de efecto retardado anidada en su cerebro desde la infancia. Una consecuencia de los tantos percances que arrostró Gistau, desde el frente de guerra de Afganistán hasta las tribunas de las barras bravas argentinas, pasando por percances insólitos como sufrir una trombosis durante un vuelo transoceánico.
Si la vida era dura Gistau era de granito, aunque tuviera corazón de melón. Sé de lo que hablo porque David vivió unos meses de 2001 en Sevilla, donde descubrió fascinado el esplendor de la madrugá , los decires afilados de la canalla flamenca y el bronco cariño del poeta Vicente Tortajada. En realidad, el pugilismo casaba bien con esa generosidad tosca que pulía boxeando con el estilo, pues los artículos de Gistau tenían la inteligencia demoledora de Marvin Hagler y la agresividad artística de «Sugar» Ray Leonard.
Como su personaje Daniel, los hijos de David Gistau tampoco crecerán viendo a su padre, pero a ellos quiero decirles que no hay ninguna pieza esparcida por el suelo, sino maravillosos rastros de valor, nobleza y conocimiento que los aguardan impacientes en la memoria que atesoramos radios, periódicos, televisiones y amigos, para que siempre puedan añadir una línea más al manual de instrucciones del gran hombre que serán a imagen y semejanza de su padre.