Vidas de ABC
Felipe Sassone, «un mosquetero de las letras»
Novillero y crítico taurino, ensayista, novelista, poeta y dramaturgo, intentó, sin éxito, ser cantante de ópera en Italia
Lunes 7 de diciembre. Madrid, número 121 de la calle de Lagasca. El dormitorio de Felipe Sassone tiene las cortinas a medio descorrer, lo que permite una penumbra de recogimiento, propicia para pasar los últimos días entre brumas mentales y recuerdos.
La visita de varios amigos termina. Sólo Alberto Insúa, también escritor insigne y colaborador de ABC, es el único que vuelve a sentarse.
–Vaya, se queda el rey del folletín –comenta con sarcasmo Sassone.
–Calla y descansa –responde al quite Insúa–. Déjate de tanto recordar.
–Sólo en la muerte descansas.
No era más que un adolescente cuando sus padres lo trajeron a España para cumplir su gran sueño de ver torear a Rafael Guerra, «Guerrita». «Era un gran maestro. No como yo, que hice el ridículo delante de “Chicuelo”, “Gaona” y Rafael “El Gallo”, intentando matar un toro en la Barceloneta, hasta que por fin lo conseguí».
–Tuviste más miedo que vergüenza, amigo.
–Ay, Alberto, si te oyera mi padre…
Su padre, napolitano, lector empedernido de Dante y director de un circo ecuestre y del zoológico de Lima. Su madre, una acaudalada y bella viuda andaluza de raíces peruanas.
–Oye… ¿y de verdad tuviste que huir de Perú por asuntos amorosos? –Insúa baja la voz, no sea que la esposa de Sassone ande cerca y se entere–. ¡Qué no harías!
–¿Y qué quieres, si me gustan tanto las mujeres?
–¿Tanto como para provocar lances de honor entre caballeros? Qué listo eras, Felipe, que luego tú siempre ejercías en ellos de padrino y así no te manchabas –le guiña un ojo y el gesto le hace, a Sassone, echar en falta su inseparable monóculo comprado bajo los soportales del Palais Royal–. Porque presumir… vaya si presumías, ¡y de todo! Hasta de aquello… ¿te acuerdas?
¡Como para olvidarlo! Una tarde el director del periódico estuvo a punto de pillarlo, a él y a varios redactores, en una situación poco decorosa que se repetía en contadas ocasiones pero que preparaban de una vez a otra como si se tratara de estrategas defendiendo su imperio. Solían apartarse a una esquina, y, alrededor de una mesa amplia, emulaban una reunión de redacción, cuando de repente empezaban a desabrocharse la bragueta y a mostrar la verga para una delirante competición sobre el tamaño. Todos los participantes coincidieron en un aspaviento al ver cómo Sassone se arrimaba al borde y plantaba encima aquello tan desmesurado. «¡Menudo animal!», profirió un redactor sin que quedara claro si se refería al propio Felipe o a esa parte íntima de su anatomía que estaba al descubierto sin pudor, tan grande como su jactancia.
–¡Siempre ganabas! –en Insúa se desata la risa pero a Sassone le cuesta por el cansancio físico de los estertores–. Tantas cosas has hecho en la vida, Felipe, que hasta corta se queda tu biografía. Ya sabes el refrán: quien mucho abarca, poco aprieta. Pero tú apretaste en todo. Cantante de ópera, torero, escritor…
–Hace muchos años se lo reconocí a González-Ruano: para ser un gran cantante tienes que ser abstemio y casto. No sabía serlo entonces y no sé serlo todavía aún. Perdí la voz.
Noches de bohemia
Aprieta del brazo a Insúa queriendo, inútilmente, incorporarse, «¡Jacinto! Si él me viera». Benavente, que jamás salió de su corazón, le viene ahora al recuerdo. El maestro le cambió la vida. Terminada la guerra se reencontraron en las tertulias de El Gato Negro, la taberna de la calle Visitación en la que lo invitaban a comer en la trastienda cuando andaba mal de dinero al poco de llegar a España.
–Disfrutar de la vida, amigo, era lo único que me preocupaba en aquellos primeros años en los que los ambientes literarios y la bohemia devoraban nuestros días. ¡En cuántas tabernas nos pilló el amanecer!
–Demasiado trasnochar.
–¡Y demasiada bebida! –Sassone cierra los ojos asustado de tal evocación–. Y aun así escribía sin parar.
Aquel principio de siglo, bohemio y arrollador, ahora se le atraganta con esfuerzo cuando piensa en las noches en las que durmió al raso en el Jardín Botánico. El joven elegante, alborotador, locuaz y elocuente conversador, derrochador de polémicas y de simpatía, se fue atemperando con los años. No así su escritura hasta casi el día antes de postrarse en cama.
La amistad con Benavente se había fraguado en el estreno de Los intereses creados. «Mientras escribo avanza la anochecida; entre la sombra y el viento vagan unas mariposas negras. Pienso que me traen un mensaje desde el cementerio humilde de Galapagar. Jacinto… ¿Te acuerdas? Un día te pregunté si creías en el más allá y me respondiste, con un desenfado entristecido y modesto:
–A veces, sí; a veces, no… ¡Como todo el mundo!» (Tercera del 14 de julio de 1956).
Ahora las delicadas manos de Margarita Xirgu revolotean atrapando la espesura de su cabello mientras declama sus palabras. Para ella tradujo una obra de D’Annunzio, «y bien que me pagaron por hacerlo».
–Y bien que lo perdiste después en una tarde en el Casino de Alicante –le pincha Insúa.
«Mariposas negras»
«Mi vida ha sido larga y el hábito engendra amor, y confieso que amo la vida», escribió en otra Tercera, hace once meses, en la que hablaba de sus memorias como si fueran las de otro.
–La echo de menos.
–¿A quién? –pregunta intrigado Insúa.
–A quién va a ser. A ella. Siempre ella… –reprime un gesto de dolor al respirar.
María Palou, su segunda esposa, el gran amor de su vida. Juntos estuvieron cuarenta años. «Era tan bella. Las obras de Galdós, de Arniches… Muñoz Seca, los Álvarez Quintero… resplandecían en su boca y en sus gestos sobre el escenario. Y Jacinto, amigo…». Rememora, antes de perder la conciencia y traspasar el umbral inequívoco de la oscuridad definitiva, las palabras que le dedicó a Benavente hace cinco años, al cumplirse dos de su muerte: «Ahora te mando yo también mi mensaje con las mariposas negras. Te llevan mi ansiedad y mi esperanza: Jacinto, maestro y amigo, ¿cuándo nos volveremos a ver?».
Parece dibujarse una tenue sonrisa en sus labios, gallardos amantes en otros tiempos, como si creyera que Benavente ya sabe que parte hacia el mismo destino. A punto está de iniciar idéntico viaje. Sus ojos se cierran. La respiración escala montañas mientras el cuerpo se adentra en un coma del que ya no despertará.
Viernes 11 de diciembre. La luz de Felipe Sassone se apaga. Su tercera esposa, María, se aferra a él ante las miradas que bañan la despedida de los amigos allí presentes. «Algún día escribiré largo y tendido sobre este hombre y su obra. Hoy no puedo más, sino decirle, entre lágrimas, adiós…». Alberto Insúa.