Benito Pérez Galdós

Mis episodios nacionales

A mí me recetaron mis padres a los 12 años los Episodios Nacionales íntegros en tres tomos de cortes pintados pertenecientes a la colección en papel biblia «Obras Eternas», de Aguilar. Y resulté un enfermo aplicado

Luis Alberto de Cuenca

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A mí me recetaron mis padres a los 12 años los Episodios Nacionales íntegros en tres tomos de cortes pintados pertenecientes a la colección en papel biblia «Obras Eternas», de Aguilar. Y resulté un enfermo aplicado, pues deglutí tan apetitosa medicina de cabo a rabo, desde la batalla de Trafalgar a la primera República, sin dejar una sola miga en la fuente. A lo ancho y largo de cinco series que Galdós fue escribiendo durante treinta años, la historia de España del siglo XIX se traslada al lector adaptada a los signos distintivos de la novela, de una novela realista en la que don Benito no deja cabo suelto en su análisis de la progresiva decadencia y del creciente ensimismamiento del sufrido solar ibérico.

Debo reconocer que leí con mucho más placer las dos primeras series que las demás, y especialmente la primera, que es sin lugar a dudas mi favorita, coincidiendo en eso con el diagnóstico del padre Ladrón de Guevara en su delirante volumen Novelistas malos y buenos (Bilbao, 1910). Cuando escribe los episodios de la primera serie, Galdós es joven todavía, y le fascina la posibilidad de tejer una laboriosa tela novelesca, folletinesca incluso, que tenga como fondo los sucesos históricos de un período tan importante de nuestra historia como es el que media entre 1805 y 1814. Decir que los personajes de esa primera serie están vivos no refleja los niveles de respiración, y hasta de transpiración, con que se pasean por la saga. Se diría que están siendo filmados por una cámara y no descritos por una pluma: tal es la inmediatez, la frescura, la solidez, la realidad tangible, la verdad que desprenden sus ectoplasmas literarios.

Inés, la novia del protagonista, fue entonces, a mis 12 años, mi ideal de mujer. Lo sigue siendo hoy, aunque amenazada de cerca por la princesa Leia. Mi hija Inés se llama así por Inés, hija de Luis de Santorcaz y la bellísima Amaranta, maravillosa criatura que se inventó Galdós para justificar el paso por el mundo de Gabriel Araceli, el héroe de la primera serie de sus Episodios Nacionales. Varias generaciones de adolescentes españoles aprendimos en esa Inés lo que significa el término compuesto alemán Ewig-Weiblich («Eterno Femenino»), una de las palabras con las que el viejo Goethe, pensando siempre en Margarita, cierra su Fausto. Los Episodios Nacionales son trepidantes, comunican vida, dan pleno cumplimiento al viejo adagio latino del docere delectando. Pero sin Inés valdrían poco. Se limitarían a ser, como el hombre para Píndaro, un mero «sueño de una sombra».

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