Vidas de ABC

Edgar Neville: risa en el cielo

Soñador hasta el final. Tal vez por eso hizo de Hollywood, cuna de los sueños, su mejor escenario; el que jamás salió del gran corazón que acaba de detener su latido

Edgar Neville

Mari Pau Domínguez

ABC, 25 de abril de 1967. En la viñeta de Mingote , un ángel con alas de trazo sencillo y leve abre la puerta del cielo, en cuyo umbral se dibuja la sombra de alguien a la espera. «Pregunta si es verdad que aquí se ríe uno mucho», dice el ángel entre nubes que sobrevuelan el nombre de EDGAR , así, en mayúsculas. Neville ha muerto hace dos días, en domingo, ¡todo un detalle!, de ese modo no molestará en el quehacer diario de nadie.

Qué difícil cubrir ese silencio. Llenar ese vacío. Su gran amigo Antonio Mingote le dedica, junto a la viñeta, un destacado: «Abordaba la vida derechamente, sin los trámites amañados e hipócritas con los que cualquier cosa puede tornarse razonable». Ha muerto «de un paro cardíaco, a consecuencia de una hipertensión y de la uremia que venía padeciendo desde hace algún tiempo», explica la crónica del diario. El dichoso metabolismo se la ha jugado. «Su infatigable corazón se ha parado en primavera para que los amigos no estuviéramos incómodos en el entierro y hayamos podido oír esta mañana a los pájaros cantando –sigue Mingote-. Él no aceptaba una cursilería, pero sabía que los pájaros iban a cantar, porque cantan cuando les parece, sobre todo cuando no viene a cuento, que es lo que a Edgar le divertía».

Madrid, 6 de abril de 1967. Domicilio de Edgar Neville.

- Vamos, Isabel, comencemos que se nos va la mañana. Toma nota, que voy…

- ¿Hoy qué toca? –pregunta ella diligente, ha visto en su cara que Edgar tiene que soltar ya lo que ruge en su cabeza.

- Un artículo –hace una pausa irónicamente dramática-. Sobre mi muerte.

La mujer suelta el lápiz y le clava la mirada.

- Ssshhh… -se anticipa el escritor para abortar cualquier comentario.

Isabel Vigiola es su secretaria de toda la vida. Más de veinte años junto a Neville la han convertido en su amiga, o mejor aún su hermana, confidente, ayudante, y, sobre todo, sus manos, las que transcriben las ideas que se amontonan, se arremolinan a veces en perfecto desorden , se pisan unas a otras en su mente o se piden paso para salir por la boca de quien ya es un maestro del humor, las palabras, el cine… Un maestro de la vida, que ha exprimido sin medida y con pasión. Como se vive el arte y el don.

- Escribe, que va para mañana… ¡Y no pongas esa cara, mujer!

Un día, a Isabel se le ocurrió llamar a Mingote desde el despacho para felicitarle por una viñeta, y hasta hoy. Vamos, que se casaron y todo.

«Raro es en estos últimos años que no corra la noticia de mi fallecimiento. La verdad es que he tenido varios encuentros con la muerte, y ha habido conversaciones preliminares entre ella y yo, pero luego, al final, no nos poníamos de acuerdo y cada uno tiraba por su lado» (ABC, 7 de abril de 1967).

No puede decirse que no haya vivido. Siempre le gustó la juerga, es un romántico empedernido y maneja con habilidad la ironía.

- La gente habla de mi arrolladora simpatía, míralo en este artículo, ¡ja ja! Pues claro que puedo arrollar a quien sea con tantos kilos que peso.

- Qué pesado estás con eso –se queja cariñosamente su secretaria.

- ¿Pesado? Mucho, mucho, precisamente –responde Neville de nuevo tirando de su humor infinito.

Su sorprendente cambio físico ha condicionado, en buena parte, su vida. Pasó de ser el joven «Edgar, el delgado», como lo llamaba José María Pemán , a luchar contra la obesidad, a la que se suman varios achaques en la edad adulta. Con diez años estaba tan delgado que lo enviaron a Suiza para recuperarse. Quién lo diría ahora. Muy lejos queda su afición al deporte en los tiempos del bachillerato en el madrileño colegio del Pilar, del que saldrían muchos intelectuales y personas llamadas a destacar en la esfera pública.

«En estas últimas temporadas ya es un acecho más sórdido. Todo el organismo se gasta y nos vamos rompiendo poquito a poco, y para componer el corazón estropeamos los riñones y para que estos vuelvan a filtrar estropeamos otra cosa».

- Diría que te has levantado hoy un poco pesimista, ¿no?

- Hay algo extraño que me ronda. Y para mí que va ser que mi cuerpo no da más de sí en esta vida terrenal. ¿A que voy a tener que despedirme antes de lo que pensaba?

- ¡Anda ya, Edgar! –le recrimina su secretaria-. Dios no lo quiera.

- Dejemos a Dios en paz, Isabel, que bastantes disgustos me ha dado.

Y es que, a pesar de ser un hombre conservador y simpatizante, dicen, del bando nacional, tuvo problemas con Franco y la censura . Le cayeron veinticinco mil pesetas de multa y la prohibición de publicar durante dos años por decir en un artículo que Dios «en el fondo es bueno…».

- ¿Y es que acaso no lo es? No entendí ese castigo –comenta irónico-. Sigamos…

Nostalgia de un padre

Neville era vanguardia y la avanzadilla de un grupo de españoles que desembarcaron en Los Ángeles llevados por él. Dieron pronto que hablar. Aprendieron a moverse con gracia en los círculos sociales del cine y aprovechaban cualquier ocasión para hacerse fotos en los decorados de las mejores superproducciones de la época . Como aquella que Edgar guarda como un tesoro, en la que aparece vestido de bailarín de claqué, con esmoquin y sombrero de copa negros, junto a Eduardo Ugarte y José López Rubio ataviado con plumas de indios americanos en la cabeza. A principios de la década de los años treinta, Hollywood producía películas que se hacían en doble versión, cambiando únicamente el reparto y algunos técnicos. Neville se encargaba de supervisar la versión española. Fue definitiva la ayuda que le brindó a su buena amiga la actriz Conchita Montenegro para que se abriera camino en la Meca del Cine.

A veces, en los descansos de los rodajes, se sentaba en el suelo con Chaplin y se reían de sus propias ocurrencias. Se sentía tan privilegiado en aquel mundo artificial de quimeras. Huérfano de padre desde los dos años, lamentaba que no hubiera visto sus andanzas, ni sus éxitos y habilidades en los escenarios y en la escritura. Una de sus obras más famosas, «El baile», le salió en cuatro mañanas. Isabel la transcribió en un cuadernillo azul en el que Neville recordaba, en su dedicatoria, «esas cuatro mañanas que bailamos como peones».

- ¿Por dónde iba…?

«No soy yo la persona más apropiada para hacer mi propio artículo necrológico», prosigue. Pero ante la avalancha de llamadas de personas interesadas en saber si se había muerto, termina compartiendo con ellas su propia duda al respecto «por no defraudarlas», dice riéndose de la situación.

- Pues parece que no ha sido más que un rumor, pero las últimas noticias son que estoy vivo.

Hace un alto, calla y su humanidad carnosa resopla. Isabel aguanta la risa que le ha brotado en la boca como al maestro las palabras: con facilidad y fuerza.

- ¿Y si ya estuviera aquí?

- ¿Quién? –responde Isabel-. ¿Esperamos a alguien?

- ¡Venga ya, Isabelota! Sabes bien que me refiero a la muerte.

- ¡Uy! Veo que hemos terminado por hoy –hace el amago de cerrar su cuaderno y levantarse.

Neville no cae en la trampa.

- ¿Quieres dejar ya el tema? –insiste Isabel.

- ¿Pero cómo voy a dejarlo si mi artículo va de eso? Anda, sigue anotando… Ah, el título es «Apunte para mi necrología» .

Ahora ella ahoga una sonrisa mal disimulada y vuelve a coger el cuaderno para escribir: «Me siento en estas horas de peligro como un “Patricio de bronce” que extiende sus manos benefactoras sobre unos personajes que le miran esperando que les dé chocolatinas».

«Aquí continúo paseando sobre unas rodillas rotas mis sueños de juventud, que se resisten a dejar mi corazón». Soñador hasta el final. Tal vez por eso hizo de Hollywood, cuna de los sueños, su mejor escenario; el que jamás salió del gran corazón que acaba de detener su latido.

Falleció a los dieciséis días de publicarse este artículo, el último que escribió. «Valgan, pues, estas palabras como último tributo a mí mismo». Edgar Neville.

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