NUNCA TERMINA NADA
«Dublineses»: los ecos de Michael Furey
La historia de «Dublineses» transcurre el día de la Epifanía de 1904, coincidente con la fiesta de las señoritas Morkan
Gretta dormía mientras Gabriel contemplaba cómo caía la nieve sobre Dublín, esa noche del 6 de enero de 1904. La historia de Michael Furey, la confesión entre lágrimas, desgarrada, inocente, profundamente melancólica de Gretta sobre el joven Furey había trastornado a Gabriel. El azar, pensó Gabriel, siempre te pone la zancadilla. De manera inesperada, arbitraria, sin sentido. La inocente evocación de Gretta había provocado una tormenta interior en Gabriel. Le desesperó pensar que entre los dos se había producido un hueco inmenso, más aún, por inesperado, irracional. Si alguien le hubiera visto frente al ventanal de la habitación 18 del Hotel Claridge dublinés, nunca podría suponer lo que le estaba ocurriendo a este profesor de lengua inglesa en un colegio de enseñanza secundaria.
Las palabras de Gretta sobre la muerte de Michael Furey llegaron cuando descendía la estrecha escalera de las tías Morkan (Kate y Julia) y el tenor Bartell D’Arcy, otro de los invitados a la cena de celebración de la Epifanía, cantó con una voz surgida de las tinieblas del tiempo «La dama de Aughrim», la misma que le había cantado el pobre Michael Furey a Gretta, ambos dos adolescentes, la noche en que ella se despedía de Galway para estudiar en la capital. Furey se había dejado morir por el amor hacia Gretta, y las palabras de ella cuando llegaron al hotel, hirieron a Gabriel sin que fuera su intención, sin remisión. Le provocó una perturbada mirada hacia la mediocridad de su vida o de él mismo: las rutinarias clases, los viajes al continente con alguno de sus colegas todos los veranos, sus artículos sin deslumbramientos en la prensa «british» (y la consiguiente crítica por parte de los sectores nacionalistas del colegio), sus patéticas palabras cada año en la cena de sus tías, ante su sobrina Marie Jane y el resto de los invitados... La falta de pasión le obsesionó. Recordó unas palabras del filósofo Kierkegaard: «Quien se pierde por su pasión pierde menos que quien pierde su pasión».
Michael Furey, aquella noche que diluviaba en Galway y se empeñó en despedir a Gretta en el jardín, enfermo y desesperado, era la encarnación de todo lo que él había sido incapaz de mostrar y mostrarse a lo largo de tantos años. Furey, muerto por su pasión, por su furor, por su amor. ¿Se puede llegar a querer así? Gabriel se contempló en el reflejo del ventanal: tan formal, tan serio siempre, tan en su sitio, con las palabras precisas, el tono adecuado. ¿Para qué? ¿Quién le recordaría alguna vez con el ímpetu y la desesperación y el cariño que Gretta había dedicado a Furey, al recordar «La dama de Aughrim» y al muchacho cantando bajo una lluvia torrencial?
Gabriel descubrió esa fatídica noche de Epifanía cuál era su lugar en el mundo, algo vacío, anónimo, discreto. El azar, la canción, el despertar una memoria que permanecía anclada en el pasado y que, de no ser por el maldito Bartell y la insistencia de sus tías en que la cantara, despertó el recuerdo de Gretta que habría permanecido allí donde estaba, en la niebla oscura del tiempo para siempre. Nada volvió a ser igual entre ellos. Una grieta se abrió, no en su insípido matrimonio, sino en él mismo. Los ecos de Michael Furey le perseguirían una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta el final.