Rodrigo Cortés

Mil días de Verbolario

«Verbolario arrancó hace mil días, el 1 de agosto de 2015, en ese mes perfecto en que nadie mira. Tirando, tirando, pienso que si Verbolario existe es por culpa de Mingote, a quien nunca conocí»

Casi todo es fruto del azar, responda a un plan o no. El resultado imprevisto de lo que, de haber recibido atención, habría podido preverse. Hoy se cumplen mil días del Verbolario que cierra cada día, con discutible tino, este periódico . Mil mañanas. Mil voces. Mil definiciones. Casi tres años de desnudar palabras, de esquivar su significado común para tratar de alcanzar el verdadero. Que es, casi siempre, el opuesto.

Todo empezó, decía, sin querer. Hace mil días y pico. Me invitaba a comer en su casa Isabel Vigiola, que, no sé si lo saben, es viuda de Mingote. Isabel recibe muy bien, que se decía antes. Antes de mí, por lo menos. No es que uno sea amigo de gente ilustre (yo soy de Salamanca), pero sí, por descosidos del destino, del sobrino de Isabel Vigiola, director de producción y compañero de algunas aventuras: Óscar. Ella, por culpa de él, se había tropezado con alguno de mis libritos, que le había hecho gracia y puesto a pensar en Ramón, Neville y Chumy (a quienes he admirado mucho, por separado y en otro tiempo). Isabel, antes de hablar por teléfono de las cosas importantes para que Mingote pudiera entregarse sin distracción a sus garabatos, había sido secretaria de Neville, precisamente. De Edgar, digo. Diplomático, escritor, dramaturgo, director de cine. Deudor. Un artista muy completo. Me enteré de muchas cosas en aquella comida.

Supe que Isabel vivió de niña encerrada en un portal, comiendo mondas de patata durante la guerra. Que su padre, torero, se daba colorete en las mejillas para que no se le notara el miedo. Que, hambrienta de educación, decidió formarse a sí misma . Que, con 17 años, entró a trabajar para Neville, que le dictaba las obras de un tirón, sin notas, mientras ella las taquigrafiaba llena de asombro. Isabel es una mujer de carácter, muy divertida, que lo anota todo para que no se le olvide a nadie, y que cuenta las anécdotas más delirantes que uno haya escuchado en su vida. En una de ellas alguien acaba llamando al técnico porque el ordenador pierde agua. No sé si me explico.

Isabel me enseñó la casa, amable y orgullosa: el escritorio de Antonio, las mil plumas de Antonio, los dibujos de Antonio , las pinturas de Antonio, que aún olían a fresco, la biblioteca de Antonio, nutrida, rebosante. Yo sacaba libros al azar en mitad del paseo (en esa casa se pasea) y ojeaba las páginas como si escondieran secretos. Algunos estaban anotados con la letra dibujada del maestro bueno, a quien Isabel llamaba Totón. Me encontré con una edición que llevaba años buscando, la que Galaxia Gutenberg dedicó a El diccionario del diablo de Ambrose Bierce en 2005, la más cuidada, la más completa. Las habituales recogen novecientas noventa y ocho voces, escritas entre 1881 y 1906; la de Galaxia Gutenberg, después de enredar en algunos sótanos, alguna más. Descatalogada, ni siquiera está disponible (o no lo estaba entonces) en ese mercado del estraperlo que pone la mercancía a 200 euros y ya veremos.

Bierce, que también escribía de soldados -y, por tanto, de fantasmas-, alcanzó con Lucifer la cima de la literatura satírica, así que Isabel era dueña de una edición estupenda que disfrutaría mucho. Leímos algunas definiciones. «Ambición: deseo de ser calumniado por los enemigos en vida y ridiculizado por los amigos después de la muerte». «Hipócrita: quien, profesando virtudes que no respeta, se asegura la ventaja de parecer lo que desprecia». Ni corta ni perezosa, me regaló el libro en el acto. El lector podrá imaginar la escena. Que de ninguna manera. Que sí. Que de ningún modo. Que es tuyo. Que no lo es. Que sí. Que quiero que lo tengas. No puedo… Ganó ella, claro. (Gané yo). ¿Les he contado cómo se recibe en esa casa? Llegué a la mía colmado de lomo al ajillo y de historias del Madrid de los 50, entre la posguerra y López Rodó, con una edición singular de la obra de un gran escritor que había pertenecido a un artista genial que me había regalado, sin querer, un libro.

El resto sucedió sin gobierno. Me puse a juguetear con las palabras. Con algunas, se entiende. Por hacer ejercicio. Balbuceo. Decepción. Sueño. Imaginaba para ellas un significado nuevo. ¿Qué es la tradición si no el júbilo cleptómano de abrazar la inercia y subirse a hombros de los mejores para saber qué se ve desde allí? Quizá tuviera gracia manchar con quince o veinte voces el blog de vez en cuándo. O lanzar salvas por Twitter, en los huecos improbables entre linchamiento y linchamiento. Héroe. Priapismo. Ingenio. Encontrar un puñado de lectores para dar la vuelta a la manzana o tropezar en un escalón con ellos, mordisquear algún término atrapado entre los dientes. Armario. Gaitero. Muerte. Y en eso llegó Fidel. Y mandó a parar. Juan Gómez-Jurado, exitoso escritor de éxito, le echó un ojo al juguete y se lo envió, como hace él estas cosas (sin pedir permiso), al director de este periódico , en el que ya había publicado cuatro o cinco Terceras sin que se me notara mucho. Así que, no sé muy bien cómo, llegó la sección diaria. Y con ella su bautizo. Y el logo de Jorge G. Navarro, lleno de ramas y letras. Y la ubicación al oeste de Ruiz-Quintano, al sur de todo. Donde se acaban las letras. Donde empieza la mesa.

Verbolario arrancó hace mil días, el 1 de agosto de 2015 , en ese mes perfecto en que nadie mira. Definiendo alergia, porque sí: «conjunto de fenómenos de carácter respiratorio, nervioso o eruptivo, provocados por la opinión ajena». Desde entonces le ha robado mil palabras a la RAE y mil jornadas al calendario, mil días de darle a la tuerca . De parar un segundo el segundero. De que salga el sol por Antequera. De poner cada día un huevo.

El día en que la tía de mi amigo me invitó a su casa, llevé jamón del bueno. Y una botella de Pago de Carraovejas que me habían recomendado (de vino tampoco sé nada). Tomé un gazpacho cremosísimo de tomate y ambrosía. Y ese lomo al ajillo que alguien acababa de invocar en nuestro plano para preludiar un postre que no preludiaba nada, pues nada cabía tras él, pura miel, sin llevarla. Dediqué un par de días a digerir la comida. Y otro par a digerir el resto.

Por eso, tirando, tirando, pienso que si Verbolario existe es por culpa de Mingote, a quien nunca conocí. Que mejoró las páginas de este diario durante casi seis décadas. Lo que tiene algún sentido, si se piensa. Salvo que nada lo tiene.

Mil días de Verbolario

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación