El destino de Magallanes
Fernando de Magallanes está acariciando el triunfo. Ha llegado a las Filipinas y sabe que las Molucas de las especias están próximas. Acaba de firmar una alianza con el cacique local Humabon, que acepta el vasallaje y el cristianismo. Pero es una estratagema del régulo, que quiere atraerle para que le ayude en sus conflictos con su rival Silapulapu . Ebrio de éxito y de confianza, Magallanes acepta castigar al cacique enemigo, e incluso invita a Humabon a que contemple la escaramuza desde los barcos españoles, para impresionarle acerca del poderío de las fuerzas españolas, su nuevo aliado.
Pero Magallanes comete el error, prohibido por las instrucciones reales, de involucrarse personalmente en la pelea. En Mactán, con una fuerza reducida pero que juzga suficiente, saltan de los barcos y a bordo de los botes se acercan a la playa hasta que, hecho crucial, una barrera coralina impide la progresión de los botes , y los soldados con el capitán continúan a pie, el agua a la cintura, mientras los arcabuceros y ballesteros quedan a cien metros de la orilla.
Silapulapu y su puñado de hombres aguardan en la playa, y lo que promete ser una fácil victoria para los españoles se invierte cuando de las malezas próximas surgen cientos de nuevos guerreros que literalmente envuelven a la pequeña partida de españoles. A cien metros, los arcabuces y ballestas no alcanzan, y más lejos aún, desde los barcos contemplan la escena sin hacer movimiento alguno por acudir presto en auxilio de su capitán, algo que ha sido objeto de muchas interpretaciones.
Magallanes percibe en el acto que, dada la radical desigualdad de fuerzas, la victoria es imposible, y ordena una retirada ordenada hacia los barcos. Pero es tal la presión enemiga que cada uno hace por sí mismo sin orden ni concierto, hasta que los guerreros reconocen al capitán y concentran su ataque sobre él. Magallanes recibe un dardo en el pie y un mandoble en la cara y, enfurecido, atraviesa el cuerpo del agresor, pero tiene dificultades para sacar la espada del cuerpo, momento que aprovechan para propinarle una formidable lanzada en la pierna que le hace caer de bruces, abalanzándose todos sobre él y rematándole.
Así cayó el valeroso Magallanes, ante la vista de sus propios barcos y hombres, que desde lejos asistieron atónitos a la escena. Y ni siquiera pudieron recoger su cadáver , pues cuando, sobrecogidos por lo ocurrido y con exceso de pusilanimidad, pidieron al día siguiente que se les entregara el cuerpo, se les denegó, perdiéndose para siempre el rastro de quien había logrado atar por primera vez los dos extremos del mundo.
Con la muerte de «tan gran capitán, nuestro espejo, nuestra luz, nuestro sostén y nuestro verdadero jefe», como escribiría un desolado Pigafetta , que por milagro había logrado escapar de la emboscada, y con él sus crónicas, no terminaría el drama filipino. La pretendida invulnerabilidad de los españoles había quedado en entredicho, y el desleal Humabon lo aprovecharía para expulsar de la región a los forasteros. Fingiendo que desea hacer entrega del tributo de vasallaje prometido al Rey de España, invita a una comida de confraternización a los jefes españoles. Estos, en estado psíquico de desconcierto, aceptan la invitación, y veintinueve jefes y pilotos se adentran en la selva. De camino al claro donde está dispuesto el banquete, el alguacil Espinosa y Joao Carvalho recelan y regresan a las naves.
De vuelta a los barcos oyen gran gritería procedente del bosque: en una nueva emboscada, los guerreros de Humabon están asesinando a los invitados al banquete. Desde los barcos se asiste a una nueva tragedia: el único superviviente, Joao Serrao , es conducido a la playa por los guerreros, y a voces suplica a su amigo Carvalho que envíe un bote con objetos para el rescate. Pero no lo hacen, sino que la medrosa tripulación iza velas y se hace a la mar, dejando que los nativos rematen a Serrao. Un hito más en esta página negra de la historia de España , solo disculpable por el estado traumático en que había quedado la tripulación, tanto española como portuguesa, tras la muerte de su inigualable jefe Magallanes.
La nave Concepción , incapaz ya de proseguir viaje, es desguazada y sus restos aprovechados para recomponer los dos barcos restantes, el Trinidad y el Victoria. Y se nombra a un nuevo capitán de la expedición, Joao Carvalho , quien si ya había dado muestras de su vileza abandonando a su suerte a su amigo Serrao, ahora va a dar nuevas pruebas de su indignidad. Como conductor se enreda en el laberinto de islas de la región, y como capitán se dedica a la propia ganancia, asaltando cada embarcación que le sale al paso. Ha de ser depuesto, y el mando de los dos barcos recae en Gómez de Espinosa , y en alguien llamado a hacer historia: Juan Sebastián Elcano .