Cartas de amor desde el desastre de Cuba: «Ayer me dieron por muerto... y casi lo estuve tres veces»

ABC accede en exclusiva a la correspondencia original que el gran médico Alejandro Lallemand mantuvo con su mujer antes y después de la batalla naval de Santiago de Cuba, en 1898

Alejandro Lallemand, poco antes de partir hacia Santiago de Cuba en 1898 ABC
Israel Viana

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De los ocho años, dos meses y 21 días que el médico de la Armada Alejandro Lallemand (Cádiz, 1857) se pasó navegando por los mares de China y las Antillas, los de la batalla naval de Santiago de Cuba fueron, sin duda, los más difíciles. Su familia llevaba casi dos meses sin tener noticias de él e, incluso, su nombre apareció en la relación de fallecidos publicada por la prensa española. Pero al fin llegó una carta suya fechada el 4 de julio de 1898 , un día después del «desastre» que acabó con la vida de 332 marines españoles y se perdieron las últimas colonias de ultramar. «Ayer me dieron por muerto, ahogado, y casi lo estuve tres veces, pero cuando ya había perdido toda esperanza de salvación, la providencia me socorrió poniendo a mi alcance los restos de un bote destrozado», cuenta en la correspondencia que el galeno mantuvo con su mujer durante la Guerra de Independencia cubana.

Carta de Alejandro Lallemand a su mujer, fechada un día después de la batalla naval de Santiago de Cuba ABC

Un minucioso y ordenado relato personal sobre los meses anteriores y posteriores a este importante episodio de la historia de España, escrito «in situ» por uno de los protagonistas del combate junto al célebre almirante Cervera , al que ha tenido acceso ABC en exclusiva. Numerosas cartas enviadas a su mujer desde abril del mismo año, nada más zarpar de Cádiz y antes de que Estados Unidos declarase la guerra a España, hasta el 1 de septiembre, mes en el que fue liberado y regresó a casa. «Queridísima Vicenta de mi alma —subraya en la misma misiva hace hoy justo 120 años—, un milagro de la Virgen Santa me salvó ayer de la horrenda catástrofe de la escuadra. Gracias a Dios que veló por mí, puedo ahora escribirte y podré abrazarte pronto a ti y a nuestros hijos».

El buque en el que luchaba Lallemand junto a Cervera fue de los primeros en caer, poco después de que, a las 9.30 horas del 3 de julio de 1898, cumpliera la orden de abandonar el puerto de Santiago de Cuba . Una decisión que extrañó a todos los miembros de la dotación, pues sabían que la escuadra estadounidense que les bloqueaba desde finales de mayo era muy superior y partían hacia el suicidio. «Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil; y si en él muero, como parece seguro, cuida de mi mujer y de mis hijos», le había escrito el mismo almirante a su hermano pocos días antes.

Con las dos primeras bombas, más de 40 heridos se amontonaron en la enfermería del Infanta María Teresa , la mayoría con graves amputaciones. Durante el salvamento murió el médico segundo del navío, Julio Díaz Navarro, y Lallemand sufrió una fuerte contusión en el abdomen que le produjo una hemorragia interna y fiebre. Aún así, no abandonó su puesto hasta poner a salvo a todos los heridos en cubierta, cuando el buque ya era pasto de las llamas. Después se arrojó al mar y la hélice del barco estuvo a punto de succionarle, como le ocurrió a cuatro de sus compañeros. Lallemand se escapó milagrosamente, como señala en la carta, «hasta que me vio un barco americano y mandó un bote a recogerme. Entonces quedé prisionero».

Un grupo de médicos extraen una bala máuser a un soldado de San Quintín, en la Guerra de Cuba (1896) ABC

Se cumplían los peores presagios que Alejandro Lallemand había ido plasmando en su correspondencia, donde ya intuía la tragedia que finalmente sufrió la escuadra . Tal es así, que en una de sus primeras misivas, la del 16 de abril de 1898, el médico comunica a su mujer que le ha enviado sus pertenencias más valiosas desde San Vicente de Cabo Verde : reloj, gemelos de oro, portamonedas y un alfiler de corbata. Y añade: «Recibo noticias que ha sido un niño muy negrillo y chatito. Dios quiera que lo pueda besar muy pronto». Su sexto hijo acababa de nacer con él a miles de kilómetros de distancia.

Según un estudio publicado por el coronel médico Juan Manuel García-Cubillana en 2006, las condiciones sanitarias de la escuadra del almirante Cervera dejaban mucho que desear. De hecho, el espacio reservado a la enfermería dentro de cada buque era minúsculo y estaba en penumbra, cerca de la quilla, sin ventilación ni medios de acceso. El personal sanitario se componía de ocho médicos, dos en cada barco. Durante la travesía atlántica, estos adiestraron al resto de la dotación en las curas de socorro que, intuían, se iban a tener que realizar en cuanto entraran en combate. «Desgraciadamente ya no queda esperanza de que la cuestión con los Estados Unidos tenga una solución pacífica. Esta noche se ha recibido ya del Gobierno la noticia oficial de la declaración de guerra. La orden del Gobierno es que salgamos para Puerto Rico (...). Dios nos proteja, porque, de otro modo, la inferioridad grandísima de nuestros navíos nos hará llevar la peor parte», escribía Lallemand a su mujer el 24 de abril del 98. Es decir, un día antes de que dicha declaración se hiciera oficial. «¡Dios quiera que llegue una orden suspendiendo el viaje y mandándonos a Cádiz!», añadía. Obviamente, eso no ocurrió.

Una de las principales preocupaciones que Lallemand comparte con su mujer —más allá de la dolencia estomacal que le «mortifica» desde hace meses y las duras condiciones del viaje: «Te estoy escribiendo casi a oscuras por una avería en la luz eléctrica, pues solo tengo el final de una vela»— es la ausencia de respuestas por parte de su familia a las cartas que envía con rigurosa frecuencia. Una desesperación que fue en aumento y continuó tras la batalla naval, durante su cautiverio, donde seguía sin noticias tras el parto: «Pasan días y semanas y, mientras llegan cartas para todos, aquí sigo yo sin saber nada de ustedes, en el estado de ánimo que te puedes imaginar. No puedo comprender en qué consiste, pero temo que, desgraciadamente, se fundamente en que las noticias que me tengan que dar sean malas». No se equivocaba: durante su ausencia, su padre y uno de sus hijos habían muerto en Cádiz.

«Pronto quedaremos en libertad»

El sacrificio personal de Lallemand durante aquella odisea fue enorme, como el de la mayoría de marinos. No pudo despedirse de su progenitor y de su pequeño, ni tampoco ver nacer a su nuevo retoño. Pero el médico lo tuvo siempre claro: el desempeño de la labor sanitaria-militar era para él una misión santa y sublime, como una verdadera religión, de cuya práctica no se apartó a pesar de que podría haber ganado mucho más dinero ejerciéndola de otra manera. Lo demostró tras la batalla, cuando renunció a la libertad que le correspondía por ser médico, contemplada en el Convenio de Ginebra de la Cruz Roja. No quería dejar solos a sus compañeros heridos. Y continuó atendiendo a «60 o 70 enfermos de una epidemia de fiebre que se había desarrollado entre nuestra gente, al ser ya insuficientes los médicos yanquis», cuando desembarcó en Portsmouth (Nuevo Hampshire, Estados Unidos).

Después del 1 de septiembre de 1898 —«hoy ha llegado aquí la noticia oficial de que muy pronto quedaremos en libertad y saldremos para España», escribe— no se conocen más cartas de Allemand. El médico atracó por fin en Cádiz, junto al resto de de enfermos y prisioneros de su escuadra, el 12 de septiembre. Por sus servicios en Portsmouth recibió la Cruz Blanca del Mérito Naval, pero poco más de tres años después falleció en su casa. La causa: una peritonitis crónica, secuela del traumatismo abdominal que había sufrido en la batalla naval de Santiago de Cuba. Su entierro fue multitudinario. Acudieron autoridades, jefes y compañeros del Cuerpo de Sanidad de la Armada y de otros cuerpos militares, representantes de la Guardia Civil, catedráticos de la Facultad de Medicina, personalidades de la sociedad gaditana y su «queridísima» Vicenta junto a sus hijos. Tenía 45 años.

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