Benito Pérez Galdós

La inauguración del viejo Madrid

Don Benito inauguró una ciudad eterna, que ya existía. He aquí uno de sus méritos de escritor abundantísimo, que se aplica de pupila, como transeúnte más o menos ilustre, para luego imaginar toda la memoria de lo recorrido

La Puerta del Sol en 1862, el año en que Benito Pérez Galdós llegó a Madrid ABC

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Don Benito Pérez Galdós tuvo casa última, o penúltima, en el barrio de Argüelles, un aseado esquinazo con jardín donde ahora triunfa un local de lencería minuciosa. Es lo que pasa con una mitad del Madrid galdosiano , que ha ido mudando los sótanos de ultramarinos en grutas de neón donde hoy se venden bragas para musas de Instagram. Don Benito acabó cumpliendo una tumba en la Almudena, una tumba no demasiado conocida, por cierto, y así se cerraba una biografía de paseante de los madriles que arrancó en una pensión del viejo corazón de Madrid, en la calle Fuentes, donde ahora el restaurante La Mordida celebra jolgorios de tequila. Tenía el escritor diecinueve años, y se alojaba de huésped en la que durante décadas iba a ser la órbita predilecta de su vida, y de su obra: un vetusto Madrid de escaleras torturadas y vecindonas de barandal que pronto sería también un Madrid «galdosiano».

Porque Don Benito inauguró un Madrid eterno, que ya existía. He aquí uno de sus méritos de escritor abundantísimo, que se aplica de pupila, como transeúnte más o menos ilustre, para luego imaginar toda la memoria de lo recorrido. Galdós, a lo largo de toda su obra, prefiere «otorgar a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido», según una máxima de poeta, y encuentra antes la vitamina de novela en la calle pura y dura que en el pensamiento de chimenea o la inspiración de biblioteca. Creo que fue a Clarín a quien se lo contó: «Más que Homero, o Dante, me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer, o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oir los pregones de las calles». Echaba así a rodar su credo de escritor andariego, que escucha la ciudad, y que luego hace de la ciudad no un clima novelesco o un andamiaje estético, sino un género literario. Hay un Madrid de Galdós, obviamente, igual que hay un Londres de Dickens, una Habana de Cabrera Infante o un París de Balzac .

Quiere decirse que Galdós principia por lo vecinal, o por lo doméstico, y enseguida aúpa así lo local en universal, como sólo lo logran los gigantes escasos. En una maldad poco venial, Valle Inclán arriesgó que las novelas de Galdós «huelen a cocido», pero esta boutade de filo no viene sino a avalar la huella personal, el estilo propio de Don Benito, donde navegan las atmósferas de los mercados recoletos y los rellanos de madera umbría. La Plaza Mayor está en « Fortunata y Jacinta », la calle Montera vertebra « La desheredada », « La Fontana de oro » es el nombre de un café puntero de la época, en medio de la manta bullente de cafés literarios de la Puerta del Sol de aquellos días. Pudiera asomar un mapa de Madrid en cada novela de Galdós, pero casi es más exacto pensar que Madrid, su Madrid, siempre está ahí, como un personaje más, inventado desde una imaginación que habla, incluyendo la memoria de peatón no necesariamente ensimismado. Es mérito de escritor, biógrafo de una ciudad que siempre llevó por dentro.

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