Auschwitz y el terrible hedor del Holocausto

El 27 de enero de 1945, los soviéticos liberaron el mayor centro de muerte del nazismo

Varios prisioneros de Auschwitz hablan con un soldado en el momento de la liberación del campo de concentración ABC
Manuel P. Villatoro

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Adolf Hitler , un fanático que -por desgracia- no necesita presentación, siempre afirmó que los judíos despedían un olor característico. Para él, aquel tufo era un símbolo del «moho moral» que albergaban en lo más profundo de su alma. Desde su enfermiza mente , este monstruo los veía como unos «elementos corruptos»; animales «portadores de gérmenes» que había que erradicar. Pero, el 27 de enero de 1945, cuando los soviéticos arribaron al campo de concentración de Auschwitz (levantado por los nazis al sur de Polonia en 1940, ya comenzada la Segunda Guerra Mundial ) no olieron nada de aquello. Lo que entró por sus fosas nasales fue un profundo hedor a muerte y descomposición ; el que habían dejado los nazis tras haber perpetrado los últimos asesinatos antes de huir de la región.

De la mente del ucraniano Anatoly Pavlovich Shapiro , de treinta y dos años (una edad avanzada para la media del Ejército Rojo ), jamás pudo desaparecer aquella peste. «Había tal hedor que era imposible estar ahí durante más de cinco minutos. Mis soldados no lo podían soportar y me rogaban que les dejara ir. Pero teníamos una misión que cumplir», afirmó poco después de pisar, aquel gélido enero, el interior de Auschwitz . Lo que él y sus colegas percibían era el olor de un Holocausto que, aunque llegaba a su fin, se había cobrado la vida de entre 6 y 20 millones de personas. Al frente de sus fusileros, este militar fue el primer oficial en acceder al epicentro de la, en otro tiempo, mayor industria de muerte del nazismo .

El teniente de infantería Ivan Martynushkin , presente igualmente en la liberación, también sintió aquel olor. «Estábamos adentrándonos en Polonia, no sabíamos nada de ese lugar. Cuando dejamos atrás el pueblo de Auschwitz y nos acercamos empezó a nevar y el campo se cubrió con un manto blanco. Antes estaba completamente negro de hollín y cenizas. Se sentía un olor especial a carne quemada», afirmó en una entrevista concedida tras la contienda. Cuando cruzó las puertas (coronadas por el conocido cartel con la frase «Arbeit macht frei» -«El trabajo os hará libres»-) entendió de dónde provenía el olor. «Como la capacidad de los hornos no era suficiente no podían quemar tantos cuerpos como querían. Así que amontonaban los cadáveres, los cubrían con troncos y ponían otros encima. Luego les prendían fuego».

Shapiro y Martynushkin habían visto personas ahorcadas (entre ellas, niños) e inocentes asesinados . Sin embargo, no estaban preparados para la barbarie que les esperaba dentro de Auschwitz . Para el veterano oficial, sin embargo, fue una experiencia más dura que los intensos combates que había mantenido apenas unos minutos antes contra los últimos miembros de las fanáticas SS que defendían los alrededores del centro. Paso a paso, pisada tras pisada, ante él se proyectó un largometraje con un guión más escalofriante que cualquier película de terror actual. Por doquier había charcos helados de sangre, mujeres fallecidas, cadáveres (esqueléticos por la falta de alimento) esparcidos... El Ejército Rojo contó hasta 650 cuerpos sin vida de inocentes cuyo único pecado había sido no nacer arios.

Miedo

El miedo todavía se palpaba. Ningún reo se sentía a salvo. Ejemplo de ello es que dos pequeños con los que Shapiro se topó en un barracón se apresuraron a gritarle tres palabras: «¡No somos judíos !». Pero sí lo eran. Aunque sabían lo que sus creencias les acarrearían si aquellos soldados no eran quienes prometían: acabarían en las mismas cámaras de gas que habían funcionado a pleno rendimiento desde la aprobación de la Solución Final . «La de las cámaras fue la imagen más dura de todas», desveló el oficial soviético. No era para menos, pues en su seno habían fallecido, presas del temible Zyklon-B, miles de hombres, mujeres y niños tras pasar por un proceso tan trágico como conocido: primero escozor en el pecho, luego un olor a almendras y a mazapán y, para terminar, la muerte.

Pero dicha jornada, ese 27 de enero de 1945, Shapiro y sus hombres fueron también testigos de la caída definitiva de un lugar de pesadilla que escandalizó al mundo tras los Juicios de Núremberg . Sus cifras así lo demuestran: 1.300.000 personas (de ellas, 232.000 niños) enviadas allí y 1.100.000 asesinadas en apenas cinco años. De todas estas almas, y tras las terribles marchas de la muerte iniciadas el 17 de enero (el desplazamiento masivo de 10.000 reos hasta el interior del Tercer Reich para tratar de esconder aquella vergüenza a los Aliados), apenas fueron halladas vivas 7.000; 1.200 reos en Auschwitz y 5.800 en Birkenau (una gran ampliación del primer campo levantada en Brzezinka en octubre de 1941). Su paseo por la cuarentena de subcampos alzados por Hitler les permitió hallar a otros 3.000 reclusos más.

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