Alberto Arcos: un Hermes moderno en Ifema
Es bailarín y actor y técnico de emergencias en el Summa 112, y en Ifema se convirtió en el mensajero de todos los pacientes incomunicados, a los que llevaba las palabras de ánimo y cariño de sus familiares
Los renglones torcidos del virus: abandonar el arte para combatir la pandemia
En unas semanas Alberto Arcos tendría que estar en Alemania, bailando una ópera de Händel, y un poco después en Siberia, en un festival de teatro y danza. También tenía el rodaje de una serie en verano, aunque ya da igual, si total todo está cancelado. Lo recuerda ahora como si esos compromisos fueran una cosa lejanísima, el recordatorio de una vida pasada: la vida antes del coronavirus, la vida antes de Ifema. La normalidad vieja.
Alberto, que además de bailarín y actor es técnico de emergencias en el Summa 112, lleva casi dos meses con el mismo esquema mental. Dormir, comer, guardia; dormir, comer, guardia. Nada más. Bueno, sí: la música de las películas del Studio Ghibli que escucha en la ducha que se da cada día al llegar a casa, mientras se quita su «traje de dolor». «Esa fantasía me ayuda a evadirme de la realidad», comenta al otro lado del teléfono.
Ahora ya no tiene que ir a Ifema , pero allí ocurrieron tantas cosas intensas que resulta imposible olvidar: hay experiencias que se le han quedado pegadas a la piel, tal vez para siempre. Por ejemplo, esta escena: «Eran las tres o cuatro de la mañana, y de repente me daba cuenta de que solo se oía el aire de la calefacción, las toses de la gente y algunos aparatos de UCI. Pip-pip-pip. Sin ventanas, sin luz...». O esta otra: «Era increíble entrar y notar cómo se olía el miedo, la angustia; cómo se olía la tristeza, el abatimiento. Quizás es porque como actor evalúo demasiado los sentimientos, pero es que olía a eso». O cualquiera de las conversaciones con las que ocupaba sus horas libres: «Hola, Benito, me manda tu hija...»
En Ifema Alberto tomaba las constantes vitales, aunque para los pacientes sin móvil él era el hombre de las alegrías, un mensajero providencial , casi divino. Un Hermes moderno que les traía noticias de sus seres queridos, que les regalaba conversaciones cotidianas, de una realidad perdida, casi olvidada en ese lugar sin ventanas.
La historia comenzó con un tuit en el que avisaba que iba a estar de guardia allí, en el hospital de campaña , y que si alguien quería decirle algo a un familiar que se pusiera en contacto con él. El anuncio corrió como la pólvora, y las peticiones llegaron en avalancha. «Era impresionante. Me acercaba y ellos se pensaban que tocaba medir el oxígeno, o la tensión, y de repente les decía: “que dice tu hijo que están preparando bizcochos, para cuando vuelvas” o “dice Sergio que está bajando a ver a tu hija todos los días”. Y los ojos se les abrían como ventanas. Para mí ha sido un regalazo, me encantaba hablar con ellos. Es como si todos fueran mis abuelos», cuenta.
Alberto tuvo que sacrificar sus horas de descanso, esas en las que podía quitarse el EPI y secarse el sudor de la frente, para encontrar a sus destinatarios entre las más de mil camas que había allí. «Había un montón de controles en los pabellones, y localizarlos era difícil… Nunca me imaginé que mi mensaje fuera a tener tanta repercusión, fue algo que se me ocurrió sin más, porque veía que había mucha gente sola, sin posibilidad de comunicarse, aislados, y era durísimo verlos así», relata. Cada vez que hablaba con uno, él anotaba sus nombre en una libreta, para llevar la cuenta. «Era como si estuviera en la guerra », apunta entre risas. Al final, la cifra de agradecidos rozó los trescientos. «Casi todo eran mensajes de cariño, de dile que le estamos esperando… Es como si en esa situación límite se dieran cuenta de que no le habían dicho te quiero lo suficiente. Nos pasa a todos... Es curioso, casi nadie me preguntaba por su estado de salud».
«Ha sido muy fuerte, pero no quiero emocionarme porque si no estoy llorando todo el rato», confiesa. No llorar de tristeza, llorar de emoción. Lo repite varias veces en la conversación: « Ha sido un regalazo ». A pesar de los turnos de doce horas (de ocho de la tarde a ocho de la mañana, media jornada), del sudor, de la doble mascarilla, de la escafandra. A pesar del drama, de la tragedia, de las pérdidas, de que a casi todo su turno lo han ingresado por neumonía bilateral. «Aún no me ha dado el bajón, aunque es verdad que todavía no he parado. Yo llevo años trabajando en sanidad de urgencias, tengo hábito de convivir con la muerte, pero esto ha sido mucho más fuerte, y todos los días... Espero que no vuelva a pasar, porque no lo soportaríamos», remata.