En busca de una idea de España

El alma a solas de Unamuno

La guerra humilló la esperanza del gran intelectual y terminó por rendir su ímpetu regenerador

El alma a solas de Unamuno ABC

POR FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Para los hombres del 98, que en aquellos años de crisis habían pregonado la urgencia de una ética nacional alerta, la catástrofe de la guerra civil fue vivida con una mezcla de estupor y melancolía, que acabaría transformándose en una insoportable impresión de fracaso personal y colectivo. Aquella generación no había llegado a nuestra historia para ponerse de perfil ante los momentos graves que reclamaban la acción de los intelectuales. En eso, como en tantas otras cosas, el vigor del sentimiento patriótico ha retrocedido hoy hasta niveles insospechados.

El grito del 98 pretendía que España se realizara históricamente, que se abriera a Europa sin traicionar su densa y larga tradición. El levantamiento moral de un puñado de pensadores pretendía que esta nación llegara a formarse como comunidad política que le despojara de la falsa prudencia del inmovilismo y del sarpullido de la cerrazón castiza. España debía ser actualizada en su verdadera historia, en los valores íntimos que florecían bajo la escoria de regímenes políticos poco representativos o bajo la violencia de ideólogos extremistas. Aquellos hombres tomaron caminos diversos cuando vino la República.

Escépticos y apasionados

Y distinta fue su suerte cuando llegó el trágico verano de 1936. Los más escépticos, Baroja y Azorín , que ya habían empezado a serlo años atrás, quedaron al margen de la gran querella nacional. Los más apasionados, como Unamuno, Maeztu o el mayor de los Machado , se arriesgaron a un compromiso firme que rubricaba, más allá de su acierto, la profundidad de su vinculación con las razones históricas de España . En ello les fue la propia vida: segada por una de las muchas matanzas que envilecieron la causa de cualquiera de los bandos, como la de Maeztu; quebrado el corazón, en el caso de Machado; humillada la esperanza inicial y arrojada el alma al sumidero de la soledad, cuando le llegó la muerte a Unamuno.

Se ha narrado tantas veces aquella escena de indignación del rector de Salamanca ante el violento rugido de Millán-Astray , que reiterar aquí los detalles del suceso carece ya de interés informativo, aunque no de calidad reflexiva para los tiempos que corren. Porque solamente desde una larga trayectoria de entrega a la causa de los españoles y de la inaplazable búsqueda de su regeneración puede comprenderse aquella respuesta.

Porque Unamuno había dedicado una novela fundamental de juventud a otra guerra civil, en que reconstruyó el sitio de Bilbao por los carlistas, sumergiéndose sin concesión alguna en la intrahistoria de la contienda. Tras pasar por su crítica del casticismo, en defensa del verdadero carácter español, Unamuno buscó la afirmación de una nación en libertad que le enfrentó, primero, a la política de la Restauración , luego, a la dictadura de Primo de Rivera y, más tarde, a la irritada frustración de su experiencia como diputado republicano.

Cuando estalló la tragedia, aquel anciano que había pasado su vida entera leyendo la realidad de España a través de su pasión por el hombre cristiano, el hombre obligado a las virtudes cívicas que constituyen una sociedad digna de ese condición, creyó vislumbrar en la causa de los insurrectos la posibilidad de una nueva era de rectificación patriótica. Lo que deseaba Unamuno era un conflicto radical que, de una vez por todas, llevara a los españoles a asumir las exigencias de su destino. Veía en aquel movimiento una gran depuración de los vicios de la patria: de su indolencia , de su localismo destructor, del egoísmo de sus clases opulentas y del desordenado rencor de quienes padecían la injusticia , de la demagogia de los exaltados y de la timorata inacción de los moderados, del integrismo de los católicos y de la falta de sensibilidad de los anticlericales.

España parecía despertar en aquellos jóvenes que llamaban a una revolución nacional. Y que asumían la necesidad de una guerra civil, que para Unamuno era una necesaria tarea penitencial pero que debía conservar el rango de su adjetivación. Guerra civil , precisamente, no guerra incivil. Lucha por devolver a la civilización española su actualidad, no masacre y liquidación de la dignidad de todos, cometidas al amparo de la excepcionalidad. Realización plena de una nación que combatía contra su frustración histórica permanente, en una acción en cuya breve pero intensa amargura había de encontrarse el cáliz de una redención. Pero nunca aniquilación del pensamiento, diezmo del espíritu y saqueo de la integridad de los hombres y las mujeres de España. Una guerra incivil, de nuevo, que llevó a Unamuno a calificar su inicial ilusión de ligereza, y su esperanza primera de torpe ingenuidad.

Quizás, porque había conocido a los mejores de aquellos hombres, y tras rechazar sus llamadas a sumarse al movimiento jonsista o falangista, Unamuno había acabado por tender una frugal simpatía que mucho tenía de inocencia, pero también de honesta entrega a una vieja ambición. Inmune a las advertencias de algunos amigos sorprendidos; crecido ante los insultos de sus adversarios de siempre; dispuesto a defender su libre albedrío hasta el final, la lucidez y la autocrítica llegaron con el espanto de lo que no podía ser más que una guerra incivil.

Buen morir

El asesinato de personas conocidas, la barbarie en defensa de la civilización, la impiedad ejercida bajo la señal de la cruz podían oponerse a las noticias de la muerte en el otro bando, de las coartadas de los republicanos, de la violencia asumida de nuevo en aras de la paz. A Unamuno solo le quedaba tratar de llegar a un buen morir, a una decente marcha de aquella España a la que había entregado incluso una penúltima y extraviada pasión, corregida por su estremecedora expiación final. Antes de entregar el alma a aquel Dios a quien, durante cuarenta años, dedicó un interrogante fervor espiritual y literario, solo alcanzado por las mejores páginas de la mística del siglo de oro.

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