historia
Arthur Wellesley Wellington: el Duque de Hierro que odiaba las carnicerías
Disputó sesenta batallas y perdió solo siete, pero pasó a la historia como el vencedor de Napoleón
Tras su triunfo en los campos de Waterloo, el Duque de Wellington fue aclamado como un héroe de la antigüedad cuando entró en Bruselas. Preguntado por si le había emocionado el homenaje, cuentan que respondió así: «Ni lo más mínimo. Si hubiese fallado me habrían disparado». Un caballero realista, frío, analítico, que a diferencia de su genial oponente nunca eligió mandar a los suyos a una carnicería para cobrarse un botín de gloria. Wellington lloró cuando leyó la lista de bajas de Waterloo. Una de sus frases más conocidas resume el horror de la guerra: «Creedme, nada excepto una batalla ganada puede ser la mitad de triste que una batalla perdida».
Nacido en Dublín como Artur Wesley (la familia lo cambiaría por Wellesley), era vástago de una familia de la nobleza rural irlandesa, el tercer hijo del primer Conde de Mornington. Con sus dos hermanos mayores llamados a las grandes empresas familiares, su destino parecían el clero o la abogacía. En su casa no les acababa de parecer un chaval muy despejado. El pronóstico se ratificó en el colegio de Eton, donde naufragó y vivió melancólicas soledades (se dice que allí, maquinando a solas, fue arando su mente para sus empresas futuras). Llegó al Ejército por descarte. Al estilo de la época, sus hermanos le compraron sus primeros ascensos. Pero poco a poco fue demostrando sus talentos. Aprendió de sus errores iniciales en sus campañas de la India entre 1796 y 1805, que al final supo transmutar en triunfos. Cobró calidad de alto estratega derrotando a las fuerzas napoleónicas en España y Portugal. Tras su hito de Waterloo se centró en su carrera política y fue dos veces primer ministro por el partido tory. Era un conservador que desconfiaba de los cambios y consideraba que la constitución no escrita inglesa es una obra inmejorable. Reconocidísimo en vida como militar, y poco querido como político por su discurso plano y clásico, ostentó hasta el fin de sus días el cargo de comandante en jefe del Ejército.
La casa londinense de Wellington es un palacio frente a Hyde Park, hoy museo. Allí pueden contemplarse algunos de los tesoros que salvó de la rapiña de Pepe Botella para al final acabar trayéndoselos él mismo a Londres por cortesía del felón Fernando VII. En la entrada de la vivienda hay una singular estatua: un mármol que muestra a Napoleón en pelota picada. Toda una alegoría: Arthur Wellesley estudió minuciosamente a su oponente y sin tener su talento deslumbrante, acabó venciéndolo con las armas de la prudencia, el cálculo, la frialdad absoluta para interpretar en tiempo real lo que ocurría en la refriega y su buen ojo para elegir los escenarios de las batallas.
Wellington, de uno ochenta de talla y gran fortaleza física, era un excelente jinete y un estajanovista, capaz de dormir solo nueve horas en las noventa de angustia que duró Waterloo, donde se dirimía a una carta el futuro del mundo. Bebía y hablaba poco, le gustaba el lenguaje claro y detestaba a los oficiales incompetentes hijos de la nobleza snob («No hay nada más peligroso que un oficial galante»).
La joven Reina Victoria lo adoraba . No era la única. Su matrimonio fue un fracaso y saltó de amante en amante, incluidas algunas cortesanas que ya había frecuentado su archienemigo, Bonaparte. Su naturaleza tímida pero recta no gustaba de la sangre gratuita ni de la venganza. Utilizó su enorme influencia política para que tras la derrota no se machacase a Francia con las reparaciones de guerra (lección que no aprendieron los franceses cuando endosaron a los alemanes la losa de Versalles, espoleta tal vez de la Segunda Guerra Mundial).
Wellington reposa en la catedral de San Pablo . Disputó sesenta batallas y perdió solo siete. Sus exegetas sostienen que prudente como era, en realidad no sucumbió de todo en ninguna.
Noticias relacionadas