ramón Pérez-Maura
Santiago Castelo, epítome de la lealtad
Su entrega a la Corona se complementaba con su fidelidad a la familia Luca de Tena y a ABC
Tengo un recuerdo nítido de un sonido el día que llegué a la Redacción de ABC, 17 de julio de 1989. De un despacho que distaba unos 10 metros de la mesa de la Sección Internacional salía una voz tonante que a un joven becario le imponía mucho. Aquello era el habla de José Miguel Santiago Castelo, a la sazón subdirector del diario responsable de las páginas de opinión, poeta, padre putativo de cuantos éramos recién llegados y epítome de la lealtad. Junto a la mesa de su despacho Castelo ha tenido hasta el fin de sus días una bellísima foto del Conde de Barcelona , en blanco y negro, de uniforme de la Armada, sentado, con la barbilla apoyada en su mano y una cinta con los colores de la bandera de España rodeando la esquina superior izquierda. En ese marco estaba todo aquello a lo que Castelo otorgó su lealtad. O casi todo. Porque esa entrega se complementaba perfectamente con su fidelidad a la familia Luca de Tena y a ABC. Creo que aquel día en que la Casa del Rey anunció que Don Juan Carlos había creado a Guillermo Luca de Tena marqués del Valle de Tena era mayor la alegría de Castelo que la del propio agraciado con la regia distinción.
A lo largo de los años Guillermo –para Castelo siempre «el patrón», simplemente– y después Catalina y Soledad Luca de Tena han sabido que tenían en Castelo un puntal en el que poder descansar. Porque él siempre entendió la lealtad a la familia Luca de Tena como una lealtad a la empresa. Y por lo tanto a los jefes que le fueron dados a lo largo de casi medio siglo de labor profesional. Algo que le permitió ser testigo en primera fila de alguna traición de quien venía a esta Casa en búsqueda de su propia gloria. De quienes querían hacer de ABC una herramienta para su beneficio y no contribuir a una labor colectiva que está inscrita en las páginas más brillantes de la Historia de España.
La última vez que Castelo vino a la Redacción de ABC fue el pasado 17 de julio, a brindar por mis veinticinco años en esta Casa. La enfermedad ya se manifestaba con nitidez en su cuerpo, mas él no quería hablar de ello. Me había dicho que no quería venir. Yo sabía que no deseaba que le vieran. Pero esa mañana había participado, por última vez, en el jurado de los Cavia. El jurado al que perteneció durante años –con la excepción de aquel en el que con toda justicia se le otorgó el Premio Luca de Tena–. Me regaló un ejemplar de su «Quilombo», un libro preciosista repleto de poemas sobre la vida, la muerte y el amor. Y nos dimos un último abrazo, entre lágrimas. No quería visitas. Cada poco un mensaje telefónico glosando algún artículo. Y también los mensajes enmudecieron. Cómo no volver a leer ahora su «Quilombo»: «La misma paz que ensimisma/y que agita al alma fuerte/con una hondura de verte/y voluntad de madero,/allí, Tú, mi Humilladero;/aquí, Tú, mi Buena Muerte...»
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