Emilio Lledó: «La corrupción que más me preocupa en nuestro país es la de la mente»
El filósofo fue ayer galardonado con el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades por impulsar «la convivencia en libertad y democracia»
Emilio Lledó (Sevilla, 1927) anda estos días de verano prematuro con una «gripe alérgica». Por suerte, recuperó la voz a tiempo para manifestar, ayer, su agradecimiento por la concesión del premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades . «Lo agradezco muchísimo, pero siento, y no es retórica barata, que no haya habido una Mafalda este año», confesaba en conversación telefónica con ABC poco después de conocer el veredicto.
El jurado, reunido en Oviedo, decidió premiar a este «pensador de relevancia internacional y de trayectoria ejemplar en el ámbito de las humanidades» por hacer suya la razón ilustrada «a través de un diálogo que impulsa la convivencia en libertad y democracia». Esa virtud, ensalzada en el acta, quedó de manifiesto a lo largo de la conversación con el filósofo, que comenzó a responder solícito: «Venga, lánceme una andanada».
- La última vez que charlamos, cuando el año pasado le concedieron el Nacional de las Letras, me dijo que, si volviera a nacer, le gustaría ser maestro de escuela. ¿Qué importancia tiene el maestro en nuestra sociedad?
- Yo no sé la importancia que tiene ahora. Sería lamentable que no tuviera la que merece. Es esencial, es fundamental en la educación de los seres humanos. Partiendo de la idea genial de Kant de que el ser humano es lo que la educación hace de él, además la educación es esencial, en el sentido de que tiene que ser creadora de libertad. Esa curiosidad de los niños es frescura y esa frescura hay que seguirla dando en la escuela y no meterles en la cabeza aprendizajes absurdos, grumos mentales que les paralizan el fluir tierno y maravilloso de sus neuronas. Mi experiencia, no sólo con mis hijos, sino con mis nietos, es la posibilidad de que esas mentes progresen, y ese progreso es la libertad. Levantarles curiosidades. Enseñar a los niños a mirar los gajos de una naranja, y ver cómo están hechos; y mirar una margarita de estas que brotan de pronto, sin que nadie la siembre, en las esquinas de las calles. Con la historia de los móviles, con todos los respetos para el mundo de la digitalización, estamos convirtiéndonos en ciegos de ese prodigio. Toda esa imagen de la realidad de la naturaleza a mí me sobrecoge y me da vida. Y esa vida quisiera transmitirla muchas veces a la infancia misma, y no meterlos en aprendizajes de libros como un castigo. Cuando la lectura es también la libertad.
- Y disfrutar de esa lectura.
- ¡Y disfrutar! Hoy es fundamental que mantengamos esa idea de la libertad. Yo creo que tendríamos que dar las gracias a todos los grandes, o medianos, todos los que han escrito, porque arrancan el mundo de nuestra soledad, el pequeño mundito que tenemos en torno a nosotros, que tiene que ser decente y del que no nos avergonzamos, pero qué maravillosa posibilidad la de salir de ese mundo pequeño, de nuestro mundo, y poder hablar con Cervantes, y con Jovellanos, y con Platón, y con Nietzsche, y con Lorca, y con Machado, y con quien quieras… ¡Esa posibilidad de diálogo infinito que es la lectura! Ese enriquecimiento es una cosa que el día que se pierda…
- Para eso tendríamos que intentar salir un poco de esa individualidad un tanto empobrecida en la que parecemos instalados.
- Sin duda, sin duda. Por eso la lectura es la posibilidad, es una invasión del mundo, de la historia, del pasado, de otros diálogos. De poder dialogar con Galdós y leer «Fortunata y Jacinta», y que a través de ese prodigio de la escritura, de las letras, de los libros, pueda yo dialogar con el pasado. El martes dialogaba yo con Epicuro en la conferencia de la Casa del Lector y les intentaba mostrar la modernidad de ese mensaje, de esa historia tan falsificada como es la del epicureísmo.
- Que, por cierto, el año pasado se cumplieron 30 años de la publicación de «El epicureísmo».
- Sí, sí, sí, es verdad. Fíjese, a mí me interesó tanto que hace treinta años había dado unos seminarios en la universidad de Barcelona, donde estaba de catedrático, y quise reivindicar un poco esa figura, que es maravillosa, y pura, y limpísima.
- Una de las cosas que siempre ha defendido usted es la importancia del humanismo. ¿Por qué tengo la sensación de que siempre que se enfrenta con la economía sale perdiendo?
- Hija mía, porque la codicia y el dinero, que puede servir para crear riqueza y cultura, muchas veces se deforma y se corrompe. La corrupción que a mí más me preocupa en nuestro país no es tanto la de las cosas, los trapicheos, las sinvergonzonería, sino la de la mente. La corrupción de la cabeza, de la mentalidad, el justificar lo injustificable; y no sólo justificarlo, sino no saber ya qué es lo que debes de pensar, lo que debes de desear, lo que debes querer. En «La República» hay un texto maravilloso de Platón que dice que hay tres niveles en la vida: el económico, el cuerpo y la mente. El dejar en primer lugar lo puramente material, la codicia del tener, y dejar lo de la mente en último lugar es una corrupción que acaba rompiendo la ciudad en donde eso se practique. Por lo tanto, las humanidades es el fruto de nuestro trabajo, de nuestros deseos, de nuestros sueños, de lo que hemos querido ser. La idea de justicia, de bondad, de belleza, de cultura, ha surgido porque los seres humanos lo han necesitado.
- ¿Y por qué, a veces, nos olvidamos tan fácilmente de que un país es su Cultura?
- Pues es una enfermedad. Yo creo que el verdadero patriotismo es el de la cultura. Yo eso lo viví un poco cuando jovencito, con veintipocos años, me fui a Alemania, a Heidelberg; tuve la suerte de llegar a una ciudad que no había sido destruida. Toda aquella ciudad latía, había un latido de cultura que también tiene nuestro país y que no sabemos cultivar, que no sabemos explotar en el mejor sentido de la palabra, que no sabemos mimar. Este es un país de una riqueza cultural y de una inteligencia… Pero, claro, si metes a los chiquillos en la escuela cuatro grumos pegajosos, pues los aniquilas.
- A sus 87 años, usted es ejemplo de que el saber antiguo ayuda al saber presente, y por eso es un gran defensor de los clásicos.
- Tengo la suerte de haber estudiado a fondo Filología clásica, el poder leer la «Ilíada» en griego es un placer, es un gozo, es uno de los regalos que he recibido en la vida.
- ¿Y qué piensa cuando escucha a Albert Rivera decir que la regeneración en este país sólo la pueden llevar a cabo quienes han nacido después de la Transición?
- ¿Quieres que sea un poco duro con esa frase? Me parece una estupidez. Es verdad que luego se ha retractado, pero es una estupidez. No tiene sentido, no está pensado, y podríamos perder toda la mañana intentando explicarle por qué es una estupidez.
- A mí me parece obvio que es un contrasentido.
- Total. Somos lo que hemos sido.
- Efectivamente.
- Es importante la historia, y yo soy feliz, a pesar de mis años, porque me parece que soy el mismo muchachito, y que no he cambiado apenas, que con esa maleta de cartón se fue a Alemania. Aunque te puedes haber equivocado en tu vida alguna vez, pero me reconozco y no me siento indigno de aquello.
- Declaraciones como la de Rivera están hechas desde una falta tremenda de reflexión.
- Sin la menor duda.
- Pero esa falta de reflexión está asociada con la ignorancia.
- Claro. Yo lo noto mucho en los tertulianos que escucho en la radio; veo la ignorancia terrible de muchos de los tertulianos, que yo los llamo «tertuliajos». Hay gente estupenda, pero hay unos ignorantes que dicen cosas realmente inconcebibles y opinan de todo, y con una trivialidad y una vulgaridad y, sobre todo, una ligereza. Y eso es fruto de la ignorancia. No se lee. No hemos tenido quizás buenas escuelas. Yo admiro esos institutos de enseñanza media en Alemania, públicos por cierto, cómo están mimados; en frente de mi casa en Heidelberg tenía un instituto y por las mañanas veía llegar a los chicos, y muchos de ellos iban con un violín en las costillas, y venían en bici… Era como otro mundo. Por eso hay que luchar. Y esa es nuestra lucha, la lucha de la cultura. Sobre todo en un país que tiene una poderosa cultura, mal entendida, mal estudiada.
- ¿Por qué ha sido tan mal entendida la cultura de este país?
- Quizás porque la escuela no ha sido suficientemente fecunda. Yo tengo la experiencia de mi maestro, en la época de la República, don Francisco, en la escuela pública de Vicálvaro; nos hacía leer un par de veces por semana el Quijote. ¡Pásmese! Unas páginas y, después, nos preguntaba sugerencias de la lectura. No lo olvidaré en mi vida. Imagínese lo que significa para niñitos de nueve, diez años, dejarse sugerir por Cervantes. Eso era fruto de libertad, era creación de libertad.
- Y, además, es la única manera de que ese niño que usted era, pero también los niños de hoy en día, crezcan con una mente abierta.
- ¡Claro, sin duda!
- En nuestra última conversación me descubrió un concepto: el «spoudaios».
- Sí, el «spoudaios», qué bonito. No lo ha olvidado, eh.
- No, yo hay cosas que no olvido. Lo mencionó para referirse a la característica esencial del político.
- Exacto. Y eso lo cuenta Aristóteles: dice que la característica esencial del político es el «spoudaios», la decencia, pensar en que él es una cadena transmisora de ayudar a la felicidad, a la justicia de los otros. Por eso él no puede tocar ni oro ni plata, como dice Platón. Están juntos en eso.
- De hecho, Aristóteles aseguraba que lo pragmático no es el bien supremo. Algo que también defendía Platón en «La República».
- Exacto. Lo que nos hace seres humanos es coger una página del Quijote, o ir a ver las Meninas, o mirar una puesta de sol maravillosa. Los clásicos se asombraban, tenían esa otra palabra estupenda, «zaumasía», que era el asombro, eso era el origen de la filosofía.
- También hemos perdido esa capacidad de asombrarnos.
- El otro día hablaba con un muchacho de veinte años que estaba utilizando un móvil y le decía que eso es fruto del trabajo de investigadores, de gente que se ha entusiasmado, no por sacar pasta de eso, sino que les apasionó, durante siglos casi, la ciencia. Que tú tengas eso en la mano se debe a ese esfuerzo desinteresado.
- E intelectual.
- Y apasionado. Pero lo utilizaba como quien coge un canto rodado, que también es muy hermoso.
- ¿Cómo debemos mirar el mundo actual para poder llegar a entenderlo?
- Pues mirarlo fuera de la costra que muchos medios de comunicación tejen sobre ese mundo. Intentar ver, descubrir, leer, debajo de esa capa. Soñar un poco más con qué es la convivencia. La política, por cierto, es la entrega a los otros. Fíjese si es impresionante que en la Grecia clásica se pensó si los políticos podían llegar a ser felices, porque su vida es entregarse a los demás. Fíjese qué sueño.
- Desde luego, teniendo en cuenta lo que vemos ahora.
- No deben tener nada. Todo su ser es darse. Eso está dicho hace veinticuatro siglos. Entonces, esa mirada generosa en busca de la justicia, de la belleza, de la bondad, de la verdad, es la lucha del político. Lo que pasa es que el político, muchas veces, es fruto de intereses de los codiciosos que los manipulan.
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