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El arriesgado editor T. S. Eliot

Cincuenta años después de su muerte, se agranda la figura de T.S. Eliot. No sólo como poeta, crítico y Premio Nobel, sino como editor. Una faceta a la que nos acerca Andreu Jaume, traductor de la nueva versión de «La tierra baldía»

El arriesgado editor T. S. Eliot

andreu jaume

Suele decirse que la poesía no es rentable, pero a veces proporciona inesperadas recompensas. Pocos saben, al menos en el ámbito hispánico, que , una de las editoriales más importantes del mundo anglosajón –casa, por ejemplo, de Kazuo Ishiguro o de Mario Vargas Llosa–, pudo salvar su independencia gracias a los beneficios generados por uno de los mayores y más complejos poetas del siglo XX. Ocurrió a principios de los ochenta, cuando Matthew Evans, entonces presidente de Faber, recibió una llamada del músico Andrew Lloyd Webber interesándose por los derechos de Old Possum’s Book of Practical Cats (traducido en castellano como El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum), un volumen de poemas infantiles que T. S. Eliot había escrito en los años treinta.

Se olvida que Eliot construyó uno de los catálogos más arriesgados de su época

Valerie Eliot, la viuda del poeta, se mostró al principio muy reticente, pero aceptó conocer a Webber, que se acercó a su casa e interpretó al piano algunas de las versiones que ya había empezado a componer. Mrs. Eliot se quedó encantada y vendió los derechos para lo que acabaría titulándose Cats, un musical cuyo sonado y sostenido éxito blindó durante mucho tiempo a Faber de las inestabilidades del mercado. Y así fue cómo Valerie Eliot se convirtió en una de las principales accionistas de la editorial que su difunto marido había ayudado a crear casi sesenta años atrás.

T. S. Eliot (1888-1965) ha ingresado ya en el canon como uno de los más importantes poetas del siglo XX, pero a menudo se olvida que también fue editor y que, a diferencia de lo que suele creerse, no ejerció el oficio a título honorífico, sino que se empleó a fondo para construir uno de los catálogos más arriesgados y rompedores de su época, una lista que aún pervive precisamente porque sus sucesores han aceptado el reto de complejidad que él propuso.

Cena en Oxford

Desde 1914, Eliot vivía en Londres –había renunciado ya a su carrera académica en Harvard–, se había casado con su primera mujer, la inestable Vivien Haigh Wood y, tras comprobar que no podía vivir de la literatura, empezó a trabajar en un banco –el Lloyd’s– mientras fraguaba su prestigio como poeta y también como crítico, gracias sobre todo a su primer poemario, Prufrock y otras observaciones (1917), y a las reseñas y ensayos que publicó en el circuito de revistas de la época y con los que se atrevió a impugnar los supuestos estéticos entonces vigentes, armando un considerable jaleo. Pronto su nombre estaba en boca de todos y así fue cómo Geoffrey Faber , durante una cena en Oxford, ofreció a Eliot que se incorporara al equipo de la editorial que acababa de fundar, entonces aún llamada Faber & Gwyer, muy pronto Faber & Faber.

Eliot fue muy pronto conocido como «el Papa de Russell Square»

Desde 1925 hasta su muerte en 1965, T. S. Eliot fue, junto a Frank Morley y Richard de la Mare, uno de los tres directors del consejo editorial presidido por Geoffrey Faber. Eliot se ocupó sobre todo –pero no únicamente– de la colección de poesía, invistiéndola de la autoridad que paralelamente se había arrogado con su propia obra literaria y su intimidante formación humanística. Uno de los primeros poetas que descubrió fue nada menos que W. H. Auden , quien en 1927 le había mandado unos poemas que no le convencieron pero donde supo oír una voz genuina. Auden hizo caso de las observaciones de Eliot y en 1930 vio su primer libro publicado por Faber.

La editorial estaba entonces –y hasta hace muy poco– en el número 24 de Russell Square, una vieja casa victoriana del barrio londinense de Bloomsbury, en cuyas buhardillas tuvo Eliot su pequeña oficina, desde donde consiguió poner en práctica la teoría estética de vanguardia que cultivaba en sus poemas y defendía en sus trabajos críticos. Eliot fue, de hecho, el gran editor del modernismo anglosajón, trayendo a Faber a todos sus insurrectos colegas, desde Ezra Pound hasta Marianne Moore, Wallace Stevens, William Empson o James Joyce, de quien intentó publicar en Inglaterra el Ulises, propuesta que se topó con la censura puritana. Lejos de resignarse, se preocupó por comprar los derechos de su siguiente obra y gracias a ello Faber publicó Finnegans’ Wake en 1939.

Cerdos demasiado inteligentes

La incumbencia de Eliot en Faber no se limitaba a la lectura y la edición de textos, sino que se prolongaba en la gestión y la promoción de los títulos. Redactó, por ejemplo, cientos de blurbs –esas frases publicitarias que se destacan en la contraportada o en la faja–, un cometido en el que tampoco se permitió bajar la guardia, llegando a definir, en una campaña de Navidad, una selección de libros con el título de «para gente que se toma la literatura en serio». Y en el lanzamiento de la novela El bosque de la noche (1936), de Djuna Barnes –hoy en día un clásico–, se atrevió a escribir: «Versa sobre lo miserable en el centro de su miseria y no tiene nada que ofrecer a los lectores cuyo temperamento se inclina a un optimismo fácil o miedoso». Eliot seguía siendo crítico aun cuando fungía de jefe de marketing.

Devolvió el manuscrito de «Rebelión en la granja». Orwell nunca se lo perdonó

En el mundo literario londinense, Eliot fue muy pronto conocido como «el Papa de Russell Square», en alusión a su dignidad de custodio y vicario de la excelencia canónica. Tanto como sus consentimientos, se recuerdan muchos de sus rechazos, algunos de ellos polémicos, como la carta que envió en 1944 a George Orwell devolviéndole el manuscrito de Rebelión en la granja y donde destacaba una frase particularmente hiriente: «Me temo que sus cerdos son demasiado inteligentes». Orwell nunca se lo perdonó.

Otro afectado por esa inflexibilidad fue Luis Cernuda , que durante su exilio en Inglaterra trató de publicar en Faber por mediación del hispanista Edward Wilson. El dictamen de Eliot fue que Cernuda era «interesante» pero no lo suficiente como para merecer una traducción. Cernuda, que admiraba profundamente a Eliot, se sintió muy humillado.

Independientemente de la calidad de sus aciertos, Eliot no olvidó nunca que la negativa era parte de la tarea de un editor. Como le dijo a un autor especialmente ofendido por haber sido desestimado: «A mí también me pagan para impedir que se publiquen determinados libros».

El cansado fantasma de Eliot

Eliot siguió acudiendo a su oficina de Russell Square hasta el final de sus días, cuando era ya una celebridad. En 1948 había ganado el Premio Nobel y era el autor de dos de las obras más intensas y perfectas de la literatura contemporánea: La tierra baldía (1922) y Cuatro cuartetos (1943), además de haber emprendido una notable carrera teatral. Aún así seguía leyendo manuscritos de toda índole –incluso novelas policiales– y discutiendo con sus colegas en las reuniones de los miércoles, donde el abundante alcohol agravaba el sarcasmo de los juicios.

Todavía en 1957, poco tiempo antes de morir, Eliot, ya casado con su secretaria en la editorial, Valerie –treinta años más joven y con quien vivió una felicidad crepuscular–, descubrió al poeta inglés más importante de la segunda mitad del siglo XX: Ted Hughes, cuya mujer, la también poeta –luego mítica– Sylvia Plath había dejado el manuscrito de El halcón en la lluvia en la recepción de Faber. A pesar de la edad y la mala salud, Eliot supo reconocer enseguida a un poeta osado y nada convencional.

La generación de Eliot logró imponerse en una Europa destruida por el totalitarismo

Tres décadas después de su muerte, el gusto de Eliot siguió proporcionando beneficios a la editorial. En 1998 Faber publicó Cartas de cumpleaños, el poemario en el que Ted Hughes dialoga con su difunta esposa, que se había suicidado en 1963. Se vendieron más de medio millón de copias. Matthew Evans pudo brindar entonces a la salud del cansado fantasma de Eliot.

Ahora que se cumplen cincuenta años de su muerte, no sólo hay que recordar el legado de T. S. Eliot como poeta y crítico, sino también como editor. En una época en que la banalidad se está institucionalizando y en que la industria editorial se está sometiendo, cada vez con mayor servidumbre, a los imperativos de urgente y efímera comercialidad, su ejemplo nos sirve para reivindicar el criterio como principal herramienta del oficio. Sólo mediante el criterio –esa mezcla tan eliotiana de juicio osado, intransigencia, sensatez y altura de miras– se puede discriminar y crear un espacio para que la complejidad siga respirando y la literatura amplíe su campo de acción. La generación de Eliot logró imponerse en una Europa destruida y amenazada por el totalitarismo haciendo valer su convicción de que un poema, una novela o un ensayo no eran meras distracciones ornamentales, sino un lugar de encuentro, de discusión y de intervención pública. Nuestro reto estriba en no olvidar ese coraje.

El arriesgado editor T. S. Eliot

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