DOMINGOS CON HISTORIA

Marañón en la encrucijada nacional

El científico defendió la moderación frente a los radicalismos en los inicios de la República

Marañón en la encrucijada nacional A. SÁNCHEZ GARCÍA

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Preocupaciones similares a las que había manifestado Ortega en diciembre de 1931 inquietaron la conciencia de Gregorio Marañón. No podía ser de otro modo, cuando ambos habían firmado, junto a Pérez de Ayala, un manifiesto crucial para recabar el apoyo de la intelectualidad no comprometida con partido alguno, a fin de que se agruparan Al Servicio de la República. En el momento en que se aprobaba la Constitución y se enfilaba el segundo año del nuevo régimen, Marañón sumó su voz a la de Ortega para denunciar una actitud gubernativa en la que veía el peor de los riesgos: la pérdida de un talante liberal para afrontar los problemas de España. Liberal se consideró entonces, a diferencia de buena parte de sus compañeros de grupo que prefirieron evitar tal denominación, y liberal continuó considerándose al redactar sus «Ensayos liberales», cuya publicación en 1946 provocó una acerada y burlona crítica de Bartolomé Mostaza en el principal órgano ideológico del franquismo, la «Revista de Estudios Políticos».

Contra ese liberalismo enraizado en el pensamiento burgués moderno, entendido como exigencia de reformismo social, lejos de la tentación revolucionaria y al servicio de la empresa de promoción cultural del pueblo español, se alzaron también, en aquellos primeros tiempos republicanos, voces de intolerancia de todo signo. Desde el sectarismo republicano pudo acusarse a Marañón de debilidad en sus principios. Desde un cerrado conservadurismo, contrario a cualquier colaboración con el nuevo régimen, las advertencias del eminente científico motivaron la misma reacción que tuvieron las palabras de Ortega: el sarcasmo ante la escasa perspicacia de quienes sólo ahora parecían advertir los defectos del régimen. Joaquín Arrarás o Alcalá Galiano rubricaron en «Acción Española» mordaces análisis de lo que, en realidad, era una sensata demanda de rectificación y concordia que no implicaba, como lo pretendían aquellos portavoces del monarquismo más intransigente, la ruptura de Ortega y Marañón con los principios expresados al formar su grupo de intelectuales independientes, impulsores de las esperanzas nacionalizadoras del nuevo régimen.

Primera encrucijada

En los meses transcurridos entre el fin del debate constituyente y la Sanjurjada de agosto de 1932, la República se halló ante su primera encrucijada. Los recién convertidos al credo republicano y el poderoso Partido Radical abandonaban su compromiso con el gobierno. El populismo católico construía una política de masas en torno a la campaña revisionista de la que, en buena medida, surgiría la CEDA. El anarquismo se adueñaba de la CNT y se lanzaba a una campaña insurreccional que ocasionó la desnaturalización del viejo sindicalismo independiente constituido en 1910. La discordia entre los católicos accidentalistas de Gil Robles y los monárquicos intransigentes de Goicoechea amenazaba con dividir definitivamente a la derecha española. La intolerancia republicana, dispuesta a expulsar del campo de la legitimidad incluso al lerrouxismo, se acentuaba al mismo ritmo que la pelea suicida entre reformistas y revolucionarios en el Partido Socialista Obrero Español.

Este era el panorama de crisis del régimen que Gregorio Marañón deseaba destacar en palabras que recorrieron periódicos de tan distinta actitud como ABC, «El socialista» o «El Sol». La República había cancelado en buena hora los privilegios de la Iglesia. Pero no era ni razonable, ni justo, ni siquiera actual, que persiguiera sus derechos. Y entre ellos se encontraban los referentes a las tareas educativas y de asistencia social desarrolladas por las congregaciones religiosas. Si la República había logrado obtener un sonado triunfo espiritual en 1931, «¿por qué manchar este triunfo y esta gloria con una persecución arbitraria, que tiene que herir nuestro amor a la libertad?», escribió en octubre de 1931, antes de abstenerse en la votación del artículo 26 de la Constitución. Respecto del problema catalán, planteado desde la proclamación del nuevo régimen, mantenía su firmeza unitaria al tiempo que exigía que se resolviese con serenidad, amor y justicia, evitando agravios del lenguaje y actos de deslealtad que pudieran crear barreras infranqueables entre Barcelona y Madrid.

Cerrar filas

Ante episodios como la matanza de Castilblanco en los últimos días de 1931, Marañón reclamaba la energía suficiente para preservar el orden público, pero también el esfuerzo por superar la miseria, la humillación y la incultura que provocaban actos desesperados como aquellos. Era el momento de que la moderación cerrara filas frente al extremismo, y de que España hiciera de la ilusión del 14 de abril la base para derribar los obstáculos tradicionales a la convivencia nacional. No era el tiempo del exclusivismo de quienes gobernaban como si fueran los únicos con autoridad moral para hacerlo, ni del sectarismo de quienes deseaban certificar la ilegitimidad del nuevo régimen.

Una voz de este timbre había de ser, en aquellos meses, la palabra de un solitario o, por lo menos, el mensaje de una minoría. Al científico acostumbrado a la claridad de un método le asustaba la complejidad del conflicto social de más difícil análisis de lo que podía serlo la tarea de un laboratorio. Marañón reprodujo el «no es eso» de Ortega en respuesta a un proceso que empezaba, muy pronto, a crispar a los españoles y a devastar sus esperanzas de acuerdo. Ante este incremento de la conflictividad social y política del segundo año republicano, que no molestaba a Marañón por lo que tenía de debate, sino por anular las posibilidades de diálogo, el ilustre médico afirmó su fe en los hombres grandes de espíritu, alineados con la verdad y al margen de las facciones. Hombres, ejemplo constante de nobleza y, al mismo tiempo muestra inequívoca del «poder gigantesco del espíritu. Creo que la existencia material es infinitamente dócil a la energía con que se siente la necesidad y la voluntad de poseerla y gastarla. Que el optimismo crea la ventura y el pesimismo crea la adversidad; y no, como suele pensarse, al contrario».

Marañón en la encrucijada nacional

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