Todos los Santos
Carlos III y el difícil destierro de los muertos a extramuros
El monarca ilustrado prohibió los enterramientos en las iglesias, pero esta arraigada costumbre aún perduró hasta el siglo XIX
«Con ocasión de la epidemia experimentada en la Villa de Pasage, Provincia de Guipúzcoa, el año de mil setecientos ochenta y uno, causada por el hedor intolerable que se sentía en la Iglesia Parroquial de la multitud de cadáveres enterrados en ella», Carlos III dictaba en 1787 la Real Cédula por la que prohibía las inhumaciones en las iglesias salvo para los prelados, patronos y religiosos que estipulaba el Ritual Romano y la Novísima Recopilación.
Entre la mortandad de Pasajes de San Juan y la orden del monarca ilustrado habían pasado seis años intensos de debate sobre las consecuencias que tenía para la salud de los vivos la arraigada costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias, cuanto más cerca del altar mayor, mejor. La creencia de que las reliquias de los santos protegían a los difuntos y las imágenes sagradas y los rituales allí celebrados les acercaban más al cielo habían llenado las iglesias y sus alrededores de enterramientos.
Existían estudios anteriores, como el del médico español José de Aranda, quien en 1737 en su obra «Descripción Tripartita» señalaba cómo «consta por la experiencia que la generación de la peste nace de la corrupción de cadáveres», o el abad francés Charles Gabriel Porée que instaba en 1745 a distanciar a los muertos de los vivos en sus «Cartas sobre la sepultura dentro de las iglesias». Las « miasmas » (vapores fétidos que despedían los cuerpos, las aguas y el suelo) ya eran sospechosos de propagar enfermedades tanto aquí como en el resto de Europa años atrás, pero de 1781 a 1786 se lleva a cabo una gran actividad recopilatoria sobre este asunto desde la ciencia, la medicina, las leyes o la teología.
«El cadáver se convierte en objeto de Estado», señala la historiadora Mercedes Sanz de Andrés para quien «Carlos III lo tenía claro, quería finalizar con esta costumbre». En 1783 encarga la construcción del primer cementerio civil de España , el del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, que se finalizaría en 1785 y en agosto de 1784 el monarca dicta una real orden para que se dejara de inhumar cadáveres en las iglesias, reflejo de la ordenada por Luis XVI en Francia en 1776.
La Real Cédula de 3 de abril de 1787 refrenda esta prohibición disponiendo la construcción de «los cementerios fuera de las poblaciones siempre que no hubiere dificultad invencible o grandes anchuras dentro de ellas, en sitios ventilados e inmediatos a las Parroquias y distantes de las casas de los vecinos y se aprovecharán para capillas de los mismos cementerios las ermitas que existan fuera de los pueblos».
La norma planteaba la introducción gradual de los cementerios «comenzando por los lugares en que haya habido o haya epidemias o estuvieren más expuestos a ellas, siguiendo por los más populosos, y por las parroquias de mayor feligresía en que sean más frecuentes los entierros y continuando después por los demás».
Hasta el siglo XIX
Sin embargo, tal y como señala Mercedes Sanz, «hay que esperar hasta bien avanzado el siglo XIX» para que se desterrara la costumbre.
Pese a que había eclesiásticos que se habían pronunciado a favor de la reforma, la tradición pesaba. «Es indubitable que en muchas de las Iglesias de nuestra Diócesis se hace insufrible el mal olor que despiden los cadáveres, lo que retrae a muchas gentes de la concurrencia a sus parroquias y les precisa irse a otros templos, en los que no son tan frecuentes los entierros», señalaba el arzobispo de Valencia Joaquín Company en una carta «A todos nuestros curas párrocos y demás diocesanos» en 1806.
Pero hasta en La Granja de San Ildefonso, donde ya contaban con camposanto, «había vecinos que se iban a enterrar a la ciudad de Segovia para poder ser inhumados en iglesias», señala Mercedes Sanz.
En 1799, Carlos IV instó al Real Consejo a que «tomase en consideración nuevamente este importante asunto con respecto a Madrid» y «se ocupase seriamente y con la mayor brevedad en proponer medios sencillos para establecer fuera de sus muros cementerios en que indistintamente se hubiesen de enterrar los cadáveres de todas clases de personas».
Cinco años después se recordaba a los cabildos locales «los funestos efectos que ha producido siempre el abuso de enterrar los cadáveres en las Iglesias» y se instaba a ejecutar con prontitud la construcción de cementerios alejados, en lugares elevados y sin filtración de aguas, sin esperar a que se desatara una epidemia.
«Para quitar el horror que pudiera ocasionar la reunión de tantos cadáveres, se procurará plantar árboles propios de aquel sitio, que sirvan de adorno con su frondosidad», sugería por su parte el arzobispo Company.
La historiadora Mercedes Sanz recuerda cómo aún en 1821 costó llevar a cabo la construcción de un cementerio civil en Segovia. «No fue fácil en España convencer a los feligreses» y además, «los nuevos cementerios requerían de consensos entre la Iglesia y los Ayuntamientos que retrasaron su construcción», señala.
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