Telefonistas, testigos silenciosas de una época

La Fundacion Telefónica rinde, con una exposición, homenaje a este colectivo de mujeres que hicieron posible durante décadas la fluidez de comunicaciones en nuestro país

Telefonistas, testigos silenciosas de una época ernesto agudo

susana gaviña

Vestidas con un uniforme azul marino, iluminado por un cuello blanco impoluto, educadas, disciplinadas y con un tono de voz agradable y fácil de entender. Así eran las telefonistas que durante décadas comunicaron a los españoles, hasta la transformación definitiva de las centralitas manuales en automáticas (la última estuvo funcionando hasta 1988 en Polopos, en la Alpujarra granadina). Unas voces que todavía permanecen en la memoria colectiva de este país.

Se trataba de un trabajo «serio y fijo», que suponía una mejora en el estatus social para un colectivo, el de las mujeres, que tenía entonces pocas opciones laborales más allá del campo, el servicio o la educación.

De ahí que la empresa Telefónica se convirtiera en un lugar de peregrinación para muchas jóvenes que buscaban un futuro mejor y una oportunidad para independizarse. La compañía española se convirtió así también en el trampolín para que muchas de ellas alcanzaran una autonomía económica. A pesar de ese halo de modernidad, algunas de aquellas jóvenes, hoy septuagenarias, reconocen que la empresa era demasiado «paternalista», pues «cuando una se casaba tenía que dejar de trabajar». Algo que, por supuesto, no pasaba con los hombres, aunque estos no ejercieron casi nunca como telefonistas, salvo en casos excepcionales como los cuarteles militares.

«Las candidatas debían tener una longitud de brazos y una altura determinada»

Juana Casado, Ángeles de Miguel y Carmen Palomar son tres de aquellas mujeres que trabajaron en «tráfico», como se denominaba a las telefonistas que conectaban clavijas y transferían comunicaciones por la geografía española. Se colocaban en sus puestos -que no podían abandonar nunca sin tener a mano una sustituta- a toque de campana.

Pero antes de ocupar ese puesto tuvieron quepasar una prueba en la que se les exigía, además de tener una longitud de brazos y una altura determinada (algunas lo suplían con tacones), unos buenos conocimientos del mapa nacional, para localizar con facilidad las provincias españolas y las principales localidades en cada una de ellas. «También nos hacían un dictado y nos ponían tres problemas de matemáticas», recordaron ayer durante una mesa redonda, moderada por la periodista Sol Alonso, con motivo de un homenaje que la institución ha querido rendir a todas aquellas telefonistas -8.000 en toda España-, que sirvieron fielmente y con eficacia a una de las empresas españolas más importantes. Un homenaje que completa la exposición «Telefonistas: el mundo en sus manos», que realiza un recorrido por la evolución del teléfono, y las telefonistas, desde principios del siglo XX hasta la actualidad.

Entrega y generosidad

«No hay ningún colectivo que merezca este homenaje más que vosotras», aseguró ayer Julio Linares, vicepresidente de Telefónica, cuyo primer recuerdo de las telefonistas se remonta a 1957, «en el locutorio de mi pueblo» donde se sabía perfectamente dónde localizar a cada familiar estuviera en casa «o en la peluquería». «Vosotras habéis inyectado a la compañía compromiso, entrega, generosidad, actitud de servicio», subrayó ante un auditorio colmado de estas mujeres ya retiradas, pero que ayer intercambiaron recuerdos, experiencias... que a veces no coincidían, pero en lo fundamental sí: el sentimiento de camaradería y de familia. «Que hoy día ya no existe», comenta alguien a mi alrededor.

«A siete horas de trabajo seguido le correspondía media hora de descanso»

Cada cuatro horas, disfrutaban de un cuarto de hora de descanso; y cada siete horas, de 30 minutos. Lo hacían en una habitación acondicionada especialmente para eso. Allí se les servía un café y ponían a su disposición revistas (todo pagado por la empresa). Algunas de ellas utilizó su tiempo de descanso «para elaborar su ajuar completo», señalan.

Pero no solo estaban las que trabajan en el departamento de tráfico, también las «vigilantas», mujeres severas -y a veces no muy bien vistas- que se encargaban de presionar para que ninguna luz roja (era la señal de llamada de un abonado) se quedara sin contestar. «Esos ceros», reclamaban. Todo tenía que funcionar a la perfección. A mi lado están sentadas una «vigilanta» y una telefonista. Parecen reconocerse e intentan tirar del hilo de aquellos días en los que coincidieron.

Bajo observación

Juanita recuerda que perdió el sueño cuando tuvo que aprenderse de memoria la frase que debía pronunciar nada más conectar con el abonado: «Lo primero que tenía que decir era qué población quería. "Espero darle la conferencia en menos de media hora, y no reclame antes por favor"». La reclamación de un abonado significaba perder un plus o llevarse una reprimenda.

«Hablar mucho tiempo con un abonado suponía una reprimenda»

Otro filtro de control era el Cuarto de observación, desde donde se vigilaba que ninguna operadora invirtiera demasiado tiempo en una conversación o empatizara demasiado con el abonado. Esto también suponía un toque de atención. El misterio que envolvía esas voces amables y serviciales las obligaba en alguna ocasión a esquivar a los admiradores que las esperaban en la puerta principal, por lo que tenían «que salir por otra».

Estas telefonistas, a las que no les gustan que les llamen operadoras, han sido testigos silenciosos -al ingresar firmaban un documento de confidencialidad- de conversaciones de gran relevancia y otras más íntimas, de carácter personal. Mientras una recuerda recibir el mensaje del asesinato de los abogados de Atocha, la moderadora se refiere a la labor fundamental de estas mujeres a la hora de capturar al Lute cuando escapó de la cárcel de Santander. Entre los nombres más conocidos, desde uno de los asientos del auditorio, María Teresa recuerda haber hablado con la Reina Doña Sofía, «ya la comunicación se cortó». Y el micrófono va de un lado a otro de la sala, compartiendo experiencias.

Respetadas por la mayoría, su posición de poder al conocer el contenido de las conversaciones les valía algunos adjetivos algo más despectivos. «Había un pescador que llamaba todos los domingos a su amiguito. Algo que entonces estaba muy mal visto. Y le decía que tuviera cuidado con lo que decía porque "nos están escuchando estas brujas"». También rememoran la relación de Lola Flores con un conocido jugador de fútbol, o cómo Queta Claver recibía a la misma hora la llamada de su novio. «Esas conversaciones quedaban entre nosotras. Nos avisábamos para conectarnos y poder escucharlas, pero nunca salía el contenido de ahí», matizan.

Telefonistas, testigos silenciosas de una época

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