DOMINGOS CON HISTORIA
El mezquino entusiasmo de los desertores
Algunos líderes monárquicos no tardaron en declararse republicanos tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera
En aquellos meses de vísperas, después del cese de Primo de Rivera y la formación del gobierno Berenguer, se movió por el escenario político español un aire de dudosa ejemplaridad, pero de desafortunada frecuencia en los momentos de crisis de un régimen. Los adversarios de siempre se respetan. Los antagonistas por convicción se honran. Los que vacilan sobre el escueto filo de sus escuetas convicciones se desprecian. Los que ayudan a destruir un sistema en el que han alcanzado máximas responsabilidades de gobierno nos muestran el lado más mezquino y rencoroso de la condición humana.
En la hora más amarga de la Monarquía, tocaba asumir la trayectoria personal de cada uno
Por ello los líderes monárquicos que abandonaron a Alfonso XIII poco tiempo antes de su caída no deben ocupar el mismo sitio de los que definieron un horizonte patriótico para todos los españoles, ahora que en esta crónica trato de seguir la búsqueda intelectual de una idea de España . Quizás un pueblo puede acostarse monárquico y despertarse republicano, en la acertada frase de un breve presidente del gobierno, el almirante Aznar, que colocó tal trance radical en la fase del sueño inconsciente de las masas. Pero los dirigentes políticos de una nación, que deberían aspirar también a ser sus líderes espirituales, difícilmente pueden levantarse con una lealtad distinta a aquella con la que se han ido a la cama. Esa indigencia de ideales solo conduce a que España misma y su soberanía acaben siendo también un justificable objeto de negociación.
En la hora más amarga de la Monarquía, tocaba asumir la trayectoria personal de cada uno. Y, entre los servicios prestados a un régimen que se ha defendido de palabra y obra, debe encontrarse también la digna retirada hacia el silencio y la inactividad, si es que se llega a la conclusión de haber estado equivocado. Por el contrario, los monárquicos pasados por el horno de la transustanciación republicana hicieron el cambio despojando de honorabilidad a la Corona y a quien la encarnaba.
Nunca señalaron que se habían equivocado, nunca renegaron de sí mismos. Construyeron la imagen de un Rey felón, fabricaron la crónica de un monarca frívolo y antiliberal, a cuya innoble sombra pudiera adquirir dignidad la evolución oportunista de sus posiciones políticas. Resulta curioso, y define tristemente la suerte de la II República española , que quienes iban a ser sus gobernantes aceptaran con mayor agrado a los que se lanzaban a la traición que a quienes, como Lerroux , se aferraban a unos principios que por fin habían alcanzado su posibilidad de ser gobierno.
Rastrero homenaje
Sin duda, correspondió a Alfonso XIII la responsabilidad de establecer y prolongar inútilmente un régimen de excepción, y la de dar argumentos para que algunos de sus vehementes seguidores pudieran decir, tras su caída, que la Monarquía era la adversaria encarnizada del liberalismo. De este modo, una dictadura, que muchos acogieron con esperanzas regeneracionistas, pasó a convertirse en la variable española del feroz ataque a la democracia parlamentaria que se produjo en la Europa del periodo de entreguerras. A Alfonso XIII se le puede imputar también la falta de una clara rectificación que siempre agudiza los errores mejor intencionados.
No solo desertaron de un régimen. Dejaron a una parte de españoles en la orfandad política
Lo pagó no solo con su renuncia y su exilio , sino posiblemente con el final anticipado de su vida. Siguió, con todo ello, los pasos de Primo de Rivera, a quienes los desertores del régimen ensuciaron con el rastrero homenaje de considerarlo un hombre abandonado por el Rey. Pocas veces habrá asistido la historia a la virulencia de una paradoja tan mezquina: que quienes ninguna lealtad tuvieron a quien habían servido, le reprocharan a la vez no ser fiel a quienes le sirvieron.
Alarmante paradoja… cuando de lo que se trataba era de servir a la nación en aquellos años de crisis en los que precisamente la combinación de la escasa profundidad de las convicciones y el profundo arraigo de la intolerancia iban a llevar a España al abismo de una guerra civil . En vísperas de la República, antiguos monárquicos liberales como Niceto Alcalá-Zamora , o portadores de ilustres apellidos del partido conservador, como Miguel Maura , dieron rostro y nombre a aquella carencia de principios que se presentó como posesión de un alto sentido de la responsabilidad nacional.
A pocos engañaba el liberal cordobés, del que Pérez de Ayala dijo que era, «con su facundia mazorral y su sonrisa satisfecha, reminiscencia del bobo de nuestras comedias antiguas», y a cuya extenuante retórica Fernández-Flórez calificó de «ondulación permanente». A pocos podía engañar un Miguel Maura que en 1929 señalaba en el Ateneo de Sevilla , tras una matizada crítica a la Dictadura, que «la Corona representa la permanencia de la vida política española, la tradición, el presente y el porvenir».
Mal ejemplo
A estos hombres correspondía algo más que un comportamiento decoroso y, desde luego, mucho más que la salvación de una carrera personal. En ellos se depositaba la necesidad del buen consejo al Rey, del encauzamiento de los sectores moderados de la nación sin necesidad de hacer de la República la única forma de democracia parlamentaria posible.
A ellos se les debía solicitar que encabezaran la actualización de un liberalismo conservador que hiciera de la Monarquía parlamentaria una opción de gobierno, al margen del radicalismo integrista. Que esa idea de España careciera de dirigentes explica que no tuviera tampoco abundantes seguidores. De la tragedia que siguió a ese vacío, son responsables quienes solo creyeron posible presentarse ante el país con el mal ejemplo del pisoteo de sus lealtades y del abandono de sus convicciones. No se limitaron a desertar de un régimen. Dejaron a una parte indispensable y numerosa de españoles en la orfandad política y el desconcierto moral. En la senda peligrosa de quienes empiezan por perder la fe en la calidad de sus líderes y acaban por perder la esperanza en la madurez de su nación.
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