Crítica de «Relatos salvajes» (****): Cuando la gota colma el vaso

Una película sobre lo peor, pero expuesto de modo brillante

Crítica de «Relatos salvajes» (****): Cuando la gota colma el vaso

oti rodríguez marchante

El argentino Damián Szifrón no le ha puesto un título a esta película : le ha puesto su título. Son relatos, seis, y son salvajes al menos mientras no se nos ocurra una palabra más fuerte. Media docena de cortos, de historias breves, que no están conectadas entre ellas salvo por un detalle, que son la minuciosa descripción del agolpamiento de adrenalina y su desenlace en un estallido de furia. La brevedad no le quita ni un gramo de tensión a ninguno de esos relatos, y su profunda explosión de violencia no le resta ni un dedal de vitriolo, de humor negruzco, de risotada del destino ni de profunda reflexión de hasta dónde te puede llevar un golpe incontrolado de cabreo. Y siempre a más, cada historia, imposible de superar, es superada por la siguiente obligando al espectador, que asiste perplejo al exceso revelador del lado más oscuro del ser humano, a controlar (o a rectificar) la inevitable empatía que le producen de entrada los protagonistas de cada historia y que, de salida, siente la necesidad de equilibrar la risa y el espanto, la emoción y la conmoción.

Algunas de ellas se presentan como una nimiedad que alcanza el grado de lo extraordinario por la bajada en tromba hasta las puertas del infierno, una multa de tráfico, un adelantamiento en la carretera, la celebración de una boda que se envenena miserablemente… Todas empiezan con el aire de un chiste, un avión lleno de personas ajenas entre sí, pero relacionadas con un tipo siniestro y que tiene una gran causa contra el mundo; una camarera que sirve en un bar de carretera a alguien despreciable con el que tiene una cuenta pendiente; un triunfador que viaja con su impecable coche y que adelanta sobrado de cilindrada justo a la persona que no debe; un hombre atribulado por el tiempo, la responsabilidad, el tráfico de la ciudad y el cumpleaños de su hijita, y que compra un pastel en el momento y el lugar menos apropiados; un millonario, su hijo que acaba de atropellar, borracho, a una mujer embarazada, y un abogado listo que conoce el modo de sortear la culpa y su resarcimiento, y una boda entre dos enamorados que se eriza como el lomo de un gato cuando salta la sospecha, con claros síntomas de evidencia, del tartazo de la infidelidad.

Cada historia está filmada con cierto sello de autoría, con un enorme control del progresivo descontrol de sus protagonistas, a un ritmo de redoble de batería y con la exigencia de ir dosificando las risas con el terror cáustico y el temor del terrible causa-efecto al que se abocan los personajes. Hay en la película, o en la visión del director, un tremendo enojo con el mundo, con la facilidad de entremezclar lo justo y lo injusto, y con la dificultad de encauzar de modo razonable la violencia que invocamos. Es una película sobre lo peor, pero expuesto de modo brillante y con el infalible anzuelo de lo muy gracioso.

Crítica de «Relatos salvajes» (****): Cuando la gota colma el vaso

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