REPORTAJE
La puerta de salida del infierno
Miguel Giner, aduanero alicantino, dejaba entrar a judíos ilegalmente en España durante la Segunda Guerra Mundial
Año 1943. La España autárquica de la postguerra comenzaba a recuperarse de sus propias miserias mientras en varios lugares del globo se dirimían distintos frentes abiertos de la Segunda Guerra Mundial. El gobierno de Franco mantenía una posición no beligerante en el conflicto, aunque al límite de sus fronteras se libraban pequeñas batallas individuales a vida o muerte. La supuesta neutralidad española chocaba con algunos gestos políticos, como la reunión de Franco y Hitler en Hendaya en 1940 o el envío de la División Azul a combatir el comunismo en la URSS. En Les, un pequeño pueblo enclavado en la Val d’Aran de la cordillera pirenaica, un puesto fronterizo separaba la Francia ocupada por los nazis de España. Una pequeña localidad de alrededor de 600 habitantes y aislada de España por la nieve durante unos ocho meses al año, que suponía una suerte de paraíso de felicidad sin hambre ni pobreza patente. Allí, un aduanero alicantino se instalaba con su familia tras haber pasado la Guerra Civil en Barcelona para encargarse de la administración y el tráfico humano entre ambos países.
Una mañana, entre finales de junio y primeros de julio, llegó un grupo de alrededor de quince personas hasta el puesto fronterizo. Una de esas personas hablaba algo de castellano, lo que le valió para negociar con Miguel Giner su paso al otro lado. El aduanero, como cuenta su hijo, cumplió las órdenes que le llegaban meridianamente claras desde Madrid: nadie sin el visado en regla podía pasar a España. Así fue. Pero sólo esta vez. El funcionario español se resignó a la obediencia y las personas que habían llegado hasta Les fueron recogidas en un camión. «¡Nos van a matar!», gritaron desde dentro del vehículo. Pese a que la versión oficial decía que iban a ser llevados a un campo de trabajo, este grupo de judíos –todo apunta a que eran polacos que llegaron a pie hasta la frontera- fue ejecutado. Hombres, mujeres y hasta niños, que habían pasado ese «impasse» jugando con, entre otros, Vicente Giner, iban a ser exterminados por las SS.
Un oficial de la Wehrmarcht, encargado por los alemanes para vigilar la periferia del paso fronterizo en busca de huidos, confesó a Miguel Giner el suceso con toda naturalidad. El conocimiento de ese hecho supuso una experiencia «horrible» para Vicente. Un niño de 13 años que se enteraba de que sus compañeros de juego habían sido asesinados. Esas personas, que habían llegado hasta el límite entre Francia y España, probablemente pensasen que su hito les aseguraba la supervivencia y la entrada a una zona segura. Pero la política, en ese momento concreto, era contraria a la acogida de refugiados judíos. Saber que esas personas habían muerto iba a ser el inicio de una silenciosa historia de salvación, riesgo y humanidad. Miguel Giner, aunque no se sabría hasta muchos años después, se convertiría en un héroe anónimo como lo fuesen Schindler o Sanz Briz.
El funcionario consiguió la muda connivencia de agentes, carabineros y vecinos de Les en su estratagema. Una táctica basada en el silencio y el «laissez faire» gracias a la cual, durante los aproximadamente dos meses transcurridos hasta que la política de aduanas cambió y permitió el paso de judíos, un número indefinido de personas pudo pasar clandestinamente a España y salvar su vida. «Uno. Sólo uno». Vicente, hijo del aduanero y testigo directo de los acontecimientos, cifra en esa cantidad las personas que hubieran sido necesarias para destapar el régimen que, a pequeña escala, su padre había impuesto en la frontera de Les. Con que una única voz disonante se hubiese alzado y lo hubiese notificado a unos oídos ávidos de hacer justicia gubernamental, todo el plan habría fracasado.
Desde ese momento, la aduana se convirtió en el punto a evitar más que en el lugar de acceso. Grupos de judíos refugiados pasaban frecuentemente a territorio español a través de las montañas mientras las autoridades locales miraban hacia otro lado. Vecinos del pueblo llegaban incluso a acogerles, darles alimentos, ropa y su discreción total. Muchos de estos refugiados se dirigían a Barcelona, donde el consulado inglés les proporcionaba documentación, o partían rumbo al continente americano en transatlánticos desde Portugal. Una historia de heroicidad a pequeña escala, de sigilosa conchabanza y de gratificante solidaridad benévola y arriesgada durante casi todo un verano. Al frente de esta confabulación, Miguel Giner. Su nombre y su cargo habrían sido la diana señalada en caso de que todo se destapase, por lo que su riesgo era mayor. Vicente, su hijo, no sabe qué habría sido de su padre en caso de descubrirse su leyenda.
En casa de los Giner, la historia jamás fue comentada. El primogénito lo achaca a un doble motivo. Por un lado, el miedo a las posibles represalias de un franquismo que seguía vigente hasta la muerte del cabeza de familia. Por otro, los traumas que pudiesen haberse creado en Vicente e Isabel, su hermana, que cuando todo ocurrió apenas tenían 12 y 13 años. El mutismo hizo que generaciones venideras vivieran y hasta murieran sin conocer la historia, la heroicidad escondida en cada metro cuadrado de Les, en cada casa y en cada vecino. Muchos años después, Vicente quiso rendir homenaje a la figura de su padre y no enterrar con él su historia. Una silenciosa lucha contra la barbarie del Holocausto que permitió salvar vidas a un pueblo perseguido históricamente.