HOTEL DEL UNIVERSO
MICROSCOPÍAS
Parece ser que el universo microscópico ha emprendido una guerra santa contra mí, sin yo saberlo. Una suerte de cruzada invisible. Yo no me siento en pie de guerra, pero, según dicen, esa ingenuidad que manifiesto representa la mayor de las armas con que cuenta mi enemigo.
En las alfombras de mi casa, en los almohadones del sofá, en las almohadas, en las toallas, hay un ejército de millones y millones de ácaros, dispuestos a hacerme enfermar con alergias, con rinitis, con toses y mucosidades, con eczemas. Hay ácaros de la humedad, hay ácaros de la sarna, hay ácaros rojos, ácaros de los gatos, ácaros de los perros, ácaros foliculares, ácaros trombicúlidos. Entro en Internet y los miro cara a cara. Acojonan. Son legiones de monstruosidades arácnidas que defecan como caballos en mi colchón, en mi butaca. Se está produciendo una orgía satánica en mi intimidad, y yo ni me entero. Me pica ya todo. No me explico cómo no soy asmático compulsivo.
Acabo de leer que si tiramos de la cisterna del váter, sin bajar la tapa, estamos aventando una lluvia imperceptible de millones y millones de bacterias fecales. No alcanzo a calcular cuántos miles de millones de esas bacterias he respirado en baños de carretera, en vestuarios de polideportivos, en hoteles. Trato de calcular el porcentaje de veces que he tirado de la cadena sin haber bajado la tapa (si es que el váter la tenía), y no lo sé, y mi ignorancia me produce vértigo. He vivido en mitad de una niebla de detritos, y yo tan feliz, pobre idiota suicida.
Cada vez que alguien estornuda en un avión, en un autobús, en un tren, se disipan en el aire millones de partículas infecciosas, cada cual con una mochila al hombro y material de guerra, entrenadas en campos de combate, soldaditos imperceptibles de espíritu asesino. Uf.
Cada vez que alguien nos besa, nos inocula –es bien sabido– un tropel bacteriano que se cuela en nuestra casa, mediante el gustoso caballo de Troya del intercambio de fluidos. Uf, uf, uf.
Qué peligro tiene toda esta compleja ceremonia de estar vivo en el mundo, porque el mundo es el paraíso de los agentes infecciosos. Como si no fuera bastante tarea el hecho de tratar de arreglárnoslas en el universo de lo macro, tenemos que luchar en el de lo micro.
Mi ultraconcicencia acerca de las toxinas acelulares que pretenden parasitarme no es hipocondría, aunque pueda parecerlo. Es realismo óptico llevado a sus últimas consecuencias. El hombre es un virus para el hombre. Y los animales. Y las plantas. Y el aire. Vaya plan.
Así pues, en vista de lo visto (y, sobre todo, de lo que no se ve) he tomado la determinación de intentar dialogar con el enemigo, para pactar una tregua. Hablo con las almohadas, celebro mesas redondas con los emisarios de la gripe, organizo congresos con los representantes de la nación vírica. Estamos intentando no hacernos daño. Queremos construir un futuro mejor. Seguiré informando sobre mis avances.