HOTEL DEL UNIVERSO

Experimentos conmigo mismo

«Muchas de nuestras conversaciones tenían ese mismo laconismo didáctico»

CARLOS y MARZAL

Estoy acostumbrado a ser la cobaya de muchos experimentos de distinta naturaleza. Desde pequeño, investigo conmigo mismo, como suele hacer cualquiera. Lo que suele llamarse de forma grandilocuente «la experiencia» consiste ni más ni menos que en una abundante tarea de experimentación propia. Prueba y error. Muchas pruebas y muchos errores. Muchos más errores que pruebas. Así funciona el asunto. Así funciono yo.

Mi tío don José Navarro Bernia, cura párroco del asilo de las Hermanas Desamparadas de Sueca, provincia de Valencia, comarca de la Ribera Baja, me inició en la ciencia de someterme a ensayos clínicos en primera persona del singular. Durante los veranos, me llevaba en su Renault 4 a comer a la Cartuja de Portacoeli, con el padre prior y el padre secretario, que rompían durante ese día su voto de ayuno, para agasajarnos. Mi tío llevaba sotana negra y cerquillo monacal, pero la ortodoxia indumentaria no estaba reñida en él con el hecho de llevar, al cinto, un cuchillo de combate con hoja dentada, y un revólver de ópera en el bolsillo, con cinco balas de pequeño calibre. El cuchillo cortaprepucios, me decía.

Cargábamos el coche de armas (un winchester, un máuser, dos pistolas Luger Parabellum, escopetas y carabinas) y nos íbamos a la cartuja a practicar la parte empírica de la ciencia. Mi tío hablaba como John Wayne en las películas de Ford, pero con un toque de aborigen celtibérico:

–Sobrino, el mundo está lleno de maricones de convento. Ergo conviene tener armas, pero sin licencia. La licencia sólo sirve para que te encuentren, en el caso de que te veas obligado a disparar sobre alguien. El máuser es el fusil más perfecto creado por el ingenio humano: atraviesa tres raíles de tren colocados en hilera. Tiene diez kilómetros de bala caliente- y hacía entonces una pausa pedagógica para que yo preguntase.

–¿Qué es la bala caliente, tío Pepe?– preguntaba yo como alumno aventajado.

–La bala caliente, sobrino, quiere decir que, si el disparo encuentra en diez kilómetros a la redonda a un maricón de convento, lo parte por la mitad.

Muchas de nuestras conversaciones tenían ese mismo laconismo didáctico.

En la cartuja, disparábamos contra los montes vecinos, comíamos exquisiteces frugales (sopa de tomate, tortilla de patatas y melocotones), y con el café proseguía mi iniciación en los experimentos. Sacaban botellas de chartreuse verde y amarillo, y mi tío los mezclaba en una copa de coñac, hasta arriba.

–Sobrino, bebe el hidromiel de los hombres santos. Un hermano monje se sacrifica por todos nosotros, lo fabrica y lo prueba para que esté en su punto. El hidromiel no emborracha, sobrino, y cura un sinfín de enfermedades. Dos copas de estas –me decía, autorizándome a iniciar el experimento– equivalen a un curso en la Universidad de Salamanca.

De aquellos experimentos yo salía completamente borracho, con doce o trece años, pero con cierta experiencia de laboratorio. Prueba y error. Muchas pruebas y muchos errores. De todo tipo. Muchos más errores que pruebas.

Experimentos conmigo mismo

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