HOTEL DEL UNIVERSO
CONGELO GENTE
A menudo congelo gente. La someto a una ducha repentina de nitrógeno líquido a menos trescientos o cuatrocientos grados centígrados y los criogenizo, para que estén vivos, a mi disposición, en su letargo. Se trata de una habilidad ultratecnológica que mi memoria ha desarrollado con el tiempo, a fuerza de trabajo y concentración. No permito que se muera nadie que he amado, amo o amaré. Ninguno. Puesto que he nacido con la posibilidad de congelar a la gente, me siento obligado a usar mis superpoderes en beneficio de mi corazón. De modo que he desterrado los fallecimientos de mi historia personal. Eso de morir les ocurre a los otros, a quienes no tienen el poder criogénico de su capricho salvífico. La muerte, por otra parte, resulta una ordinariez que hasta hace muy poco le acababa sucediendo a cualquiera, con o sin merecimiento. Así que no voy a dedicarle ni un instante más a ese asunto. Chunga, la muerte.
A mí lo que me gusta es congelar a los míos, y así no se me pierden, no se me escapan. Congelo a alguien, pongamos por caso, sonriente, joven, en mitad de una comida de amigachos, con una copa de vino en la mano derecha, en el instante de terminar un brindis que nos ha hecho felices a los demás comensales. Y allí se queda, para siempre. Intocable e intocado, en su euforia perpetua. Con sus palabras imborrables detenidas en medio de la calidez del aire nuestro.
Tengo congelada a alguna mujer, mientras baila en la penumbra estroboscópica de cierta discoteca. Todo el mundo, congelado, la observa, mientras ella emite una energía inmóvil de carácter radiactivo, una suerte de hechizo lumínico sobrenatural que imprime a quienes la rodean una aura apostólica. Yo, más congelado aún que los demás, con mi apostólica sonrisa, espero a que termine de bailar y que se acerque a mí para besarme.
Tengo gente congelada en esquinas de ciudades extranjeras, en la oscuridad de viejos cines de arte y ensayo, en playas nocturnas, en conciertos de rock, en trayectos de motocicleta, en piscinas del verano (dentro y fuera del agua). La verdad es que tengo tanta gente congelada, en tantos escenarios distintos, que a veces me siento como un todopoderoso monarca frigorífico. Soy el tío Kelvinator (para los mayorcitos). Soy el tío Miele (para los jóvenes y jóvenas). Soy el abu Antártico.
Me ha ocurrido en algunos casos, por accidente, que se me congelasen algunos malos recuerdos. Pero los cojo con guantes, saco sus barras de hielo a la intemperie y dejo que se derritan al sol. Cuando se han convertido en un charco de agua, meo sobre ellos de forma conciliadora, para ver cómo se produce un vapor mnemotécnico de íntima calidez. Si los recuerdos son especialmente malos, fabrico con ellos los viejos polos de limón, o de horchata, o de chocolate, los chupo con voluptuosidad y acaban así formando parte también de mis micciones de indulgencia para con las cosas.
El año que viene tengo la impresión de que lograré congelar las emociones: puras, independientes, listas para consumir, al margen de nosotros, los emocionados.