HOTEL DEL UNIVERSO
EN CASA DE MARZAL
Acudo a casa de Marzal sobrecogido, con la misma emoción con la que pisé por vez primera el Machu-Pichu, con la misma euforia con que regreso al museo del Hermitage (y yo lo visito todos los años, porque mi mujer es rusa, y su acusado sentido familiar nos lleva cada Navidad a San Petersburgo, para visitar a mi suegra y degustar su borsch de remolacha). Llevo años tratando de que Marzal me reciba en su sancta santorum de la calle del Almirante Cadarso. Estoy al borde de las lágrimas. No se trata –creo– de una acceso de mitomanía: es que voy a penetrar en el templo laico en el que se escribieron los siete volúmenes de la insuperable Estética política para estetas patrios. Voy a respirar el aire electrizado de energía lírica, gracias a cuyos efluvios nació la Antropodicea, el poema cumbre, en seiscientos cantos, del «minimalismo furioso», como lo definió Harold Bloom.
El venerado anciano me recibe con babuchas amarillas y con un batín oriental de dragones y flores de loto. Está sin afeitar y con la melena blanca alborotada, rebelde, como es costumbre en él, para con todo género de convenciones humanas.
–Me lo regaló –me aclara el maestro– Yukio Mishima, unos meses antes de hacerse el seppuku, esa cosa horrible que se hacen en el estómago, con espadas, los escritores japoneses, cuando quieren convertirse en inmortales. El pobre Yukio acababa de leer mi Estética política. Marzal, no me dejas otra salida, me dijo en su japonés fricativo. Yo le recomendé que se casara, puestos a cometer insensateces, pero el matrimonio le pareció un gesto demasiado teatral y trágico.
Le llevo al genio valenciano políglota un obsequio que testimonia mi entusiamo: una primera edición en ruso de Un héroe de nuestro tiempo, con la firma de Lérmontov, la joya de mi biblioteca. Los héroes merecen estar juntos.
–Hijo mío, no sé por qué razón la gente se empeña en ofrecer a los escritores bolígrafos y libros. Lo que nos apasiona son los chorizos de Cantimpalos, los jamones de Jabugo (o, en su defecto, de Guijuelo), el txakolí de Getaria. Los neófitos poseen un extraño concepto del buen gusto. Una vez me regalaron en Santander las obras completas de Armando Palacio Valdés, encuadernadas en piel, dentro de un estuche. Las quemé en una pira votiva en la playa de El Sardinero, y después arrojé las cenizas a la bahía. Me dicen que desde entonces la merluza del Cantábrico ya no es lo que era.
Sabía que Marzal, como ciertos gurús budistas e hinduistas, suele transmitir sus enseñanzas mediante parábolas complejas. Me siento ungido por su gracia y por su sabiduría. Ahora no sólo me descubro ante el intelectual irreductible, sino que me postro ante el gigante humano. Debo reflexionar. Estoy seguro de que he recibido las más valiosas enseñanzas acerca del Sendero. Tengo materia de estudio para los próximos dos años, como poco. Poseo la certidumbre de que Noam Chomski no exageraba cuando llamó a Marzal «Guía de guías, Iluminador de iluminadores, Archilingüista». Me ha despedido con este apólogo, con este enxiemplo clarividente:
–Muchacho, búsquese una buena novia. Y la próxima vez tráigame yemas de Santa Teresa de Ávila. Me encanta el dulce. Soy diabético, pero no hago ni puto caso.