HOTEL DEL UNIVERSO
Joaquín Sorolla y las zanjas
«Una zanja en la calle de Sorolla tendría que estar obligada a poseer otra forma muy distinta»
Hoy me he quedado mirando una zanja abierta en la calle del pintor Sorolla, una zanja muy poco sorollana, oscura, sin apenas color, nada mediterránea, tenebrista. Ocupaba una franja de cerca de un metro de ancho, en la calzada, a lo largo de toda una manzana de la calle. Un par de trabajadores con chalecos de color naranja fosforescente, provistos de martillos neumáticos seguían, excavando la zanja, amontonando pedazos de asfalto negro y gris, como piezas de un puzzle descomunal y plomizo. Parecían trozos enormes de carbón dulce.
Una zanja en la calle de Sorolla tendría que estar obligada, por estrictas ordenanzas municipales de carácter estético, a poseer otra forma muy distinta. Una vez abierta, no debería asomar a la tierra, no debería dejar al descubierto las entrañas húmedas de la ciudad, sino que debería dejarnos contemplar el mar azul en un día de verano, por ejemplo. Aunque hay muchos Sorollas en Sorolla, el cantor sensual y gozoso del paisaje mediterráneo –ese que se ha convertido en un bendito tópico universal–, es el que mejor nos lo define, y el que prefiero, por afinidades gustativas, sobre todo a la hora de contemplar zanjas abiertas en mitad de la calle.
Cuando me he quedado absorto ante la excavación, esperaba haber visto en el horizonte una mañana de cielo límpido, con destellos plateados –«como lomos de sardina» (un poeta acuñó esa imagen)– en el agua del mar, con barcas de pescadores que llevaran desplegadas sus velas latinas, con niños desnudos que jugasen en la arena de la playa, con damas que paseasen lánguidas mientras el viento oreaba sus sombrillas, sus sombreros, sus vestidos de color blanco.
Pero el caso es que la escena real tenía una inspiración más bien abstracta, de arcillas oscuras en cuyo fondo cruzaban conductos del alcantarillado y tubos con cables de telefonía, como concesiones geométricas a un feísmo imperante. Qué decepción visual, qué chasco pictórico el que me llevé.
Las entrañas de la ciudad deberían estar obligadas a resultar entretenidas, a que, una vez abiertas en canal las calles, los urbanitas dispusiéramos de una lección sobrecogedora. Me gustaría que se nos brindara, al menos, un mirador hacia lo hondo, hacia magmas candentes de rocas fundidas; un balcón desde donde poder observar, como poco, el núcleo de la tierra, que imagino como una bola de metal resplandeciente en donde todos estamos reflejados. En las zanjas, no estaría de más que tropezásemos con vecinos primitivos de la ciudad, genios de la lámpara de Aladino, liberados de forma casual por los planes del Ayuntamiento, y que nos informasen de la vida antigua. Legionarios romanos eufóricos de volver al mundo. Teñidores árabes a caballo con sus mercancías exóticas. Gente interesante que ampliara nuestra concepción de los asuntos humanos, gracias al poso de sabiduría que otorga el hecho de haber permanecido varios siglos bajo tierra. Todas las obras públicas deberían favorecer el aumento de la cultura histórica de los contribuyentes.
No sé por qué razón una zanja –máxime en la calle de Joaquín Sorolla– no ha de considerarse como un museo casual al aire libre.