HOTEL DEL UNIVERSO
BESTIARIO MUEBLE: SECADOR DE PELO
Los secadores de pelo, desde muy niño, me han inspirado poca confianza, y sin confianza uno no puede sentirse a gusto en el universo de las cosas, máxime cuando esas cosas son eléctricas y hacen ruido, que es el lenguaje de las cosas alimentadas por la electricidad. Nuestro pelo necesita franqueza en el trato. Necesita rectitud, porque es el elemento corporal con mayor fragilidad psíquica de todos. El pelo –también llamado cabello durante los domingos y fiestas de guardar- tiene una sensibilidad tan refinada y quebradiza como la de las actrices japonesas del teatro kabuki. Si por el pelo fuese, siempre iría maquillado con polvos blancuzcos, vestiría kimono y se movería a cámara lenta mientras maneja un abanico. El pelo es dramático y nipón. De ahí que siempre se halle al borde del desfallecimiento sentimental, que en términos vulgares se conoce como calvicie. En realidad, el pelo no se cae cuando se desprende del cuero cabelludo: se abandona a la melancolía, languidece, y decide dejar de existir, víctima del conocido SDOC (Síndrome Depresivo de Obsolescencia Capilar).
No creo que mi desconfianza hacia los secadores de pelo sea un simple asunto de hipocondría tecnológica. Se trata de sentido común, en particular desde el punto de vista iconográfico, por decirlo de alguna manera. Los secadores de pelo actuales tienen forma de pistola, una pistola de gran calibre, de la que fuera a salir una bala gruesa y definitiva. Por eso a todos los usuarios se les pone nada más empuñar el secador aspecto de suicidas, esa deformación tan rusa del comportamiento. Veo a la gente con el secador en la mano y me figuro que van a dispararse en la sien, o en el cogote, o en la frente, un tiro nihilista de vendaval desértico.
Los peluqueros pertenecen a un gremio inquietante de trabajadores, gente pertrechada con armas blancas –navajas, tijeras–, y provistos de secadores de pelo. Si el ser humano no fuese inconsciente por naturaleza, no se sentaría jamás en el sillón de una peluquería (no digamos en los antiguos potros de tortura de los antiguos barberos). El diseño catalán de vanguardia, extendido por toda la Península, ha procurado dulcificar las peluquerías, disfrazándolas, pero por más minimalismo que les aplique nunca dejarán de ser patíbulos en potencia. ¿Alguien cree que se puede tener entre los dedos un objeto afilado, durante horas y horas, y no concebir pensamientos homicidas? La tácita historia criminal de las peluquerías está por escribir.
Resultaban mucho más pacíficos los antiguos secadores de escafandra, aquellos artilugios en los que sumergían las cabezas de las señoras. Eran una suerte de huevos prehistóricos de dinosaurio, que acercaban a los tiestos femeninos, y que daban a las clientas un aire muy francés, muy de María Antonietas previas al invento de la guillotina. Si el secado de pelo se hubiese mantenido en esos términos versallescos y cortesanos, mi relación con el mundo electrodoméstico sería otra. Pero el reduccionismo experimental que ha arruinado el siglo XX –ese afán por hacer todo portátil–, hace imposible que me reconcilie con algunos instrumentos. En consecuencia, yo me seco el pelo con toalla, para reivindicar mi vitalismo furioso y mi fe en la libertad del individuo.