La culminación de un gigante
El gran alcalaíno había visto nacer, editorialmente hablando, su «Viaje del Parnaso» en el mes de noviembre de 1614. Importante poemario compuesto de 3.284 endecasílabos en tercetos encadenados que, siendo de alto interés crítico-literario de su época, así como buen documento autobiográfico, tuvo escasa acogida en su tiempo y aún tan injustamente pasa inadvertido en el nuestro.
Pero él seguía adelante, sus pasos eran cada día más contados y los granitos de su reloj de arena cada vez más escasos. Todavía era preciso cumplir la misión de terminar las «Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados», la «Segunda parte del Quijote» y «Los trabajos de Persiles y Sigismunda». Puede que soñara con la realización imposible de esa Segunda «Galatea», tantos años prometida, así como las reanunciadas y virtuales «Semanas del Jardín». ¿También el «Bernardo»? Y todo esto en menos de año y medio.
En los finales del verano de 1614, residiendo todavía en la «húmeda y lúgubre posada», que él decía de su casa, sita a la sazón en el número 18 de la calle de las Huertas, hoy mesón «Casa Alberto», casi frente por frente a la sede monumental de la Cámara de Industria y Comercio madrileña (en su época palacio del Príncipe de Marruecos), andaba escribiendo el capítulo 58 del Quijote y recibe la inesperada visita de un amigo. ¿Que esto es leyenda?, puede que sí, pero con muchos visos de verosimilitud.
Pues bien, aquel hombre trae bajo su brazo un libro que pone de inmediato en las manos de Miguel. Es para ti una amarga sorpresa -le dice-. Nuestro genial Príncipe de los Ingenios se queda atónito; está leyendo el título de aquella infamia con aspecto de libro decente, y cree ser víctima de una alucinación: «Segunda parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha», escrito por un tal licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordellas y publicado en Tarragona.
Ninguna cosa cierta: ni título, ni nombre, ni los lugares de referencia. Aquel engendro, caricatura siniestra de los nobles personajes cervantinos, era fruto evidente del odio incontenido y de la envidia subterránea, no tenía -ni tiene-, ni merece siquiera, ese atenuante socorrido y piadoso que suele esgrimirse diciendo eso de «no hay libro, por malo que sea, que no tenga algo bueno». Incluso superaba, por su insultante virulencia, el hecho habitual de los plagios literarios del Siglo de Oro: estaba concebido expresamente -y así se manifiesta en su envenenado Prólogo- para causar el mayor daño posible, tanto material como moralmente. Actualmente lo denominaríamos correctamente con la palabra atentado.
Y lo consiguió plenamente. Para nuestro escritor más universal, a la sazón anciano, enfermo y paupérrimo, quizá fue el cáliz más triste, amargo y definitivo de su larga, aunque ya breve, existencia.
¿Alguien puede entender que en estos momentos determinada AC afincada en un pueblo castellano-manchego que ufana de Cervantes y de Don Quijote apasionadamente, haya brindado homenaje abierto al plagiario reescribiendo «entre todos» el vergonzante texto, con el agravante de ser secundados por ilustres personalidades?. Reaccionemos como buenos creyentes: que Dios les perdone a todos, seguramente que no saben lo que...
El hijo legítimo de Alcalá de Henares y vecino de la Villa y Corte, aunque estropeado de ella, tenía la mano izquierda firme y, con «la gloria de su diestra», siguió adelante con su libro extraordinario, esta vez bajo el título de «Segunda Parte del Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha».
A principios del año 1615 ya estaba listo el manuscrito para comenzar el largo camino burocrático hasta recalar en la Imprenta de Juan de la Cuesta, que ya no era de la Cuesta, pues este señor ya no existía, aunque figuraba en la razón social, regentando el negocio su abandonada esposa -hija del empresario fundador Pedro Madrigal-, ni tampoco se hallaba en la cuesta de la calle Atocha (donde fue impresa la primera parte) ya que ahora se ubicaba en la casi inmediata callecita de San Eugenio.
La primera de las Aprobaciones (pues lleva tres) fue la del licenciado Márquez Torres, firmada en Madrid el 27 de febrero.
El último documento, concretamente la Aprobación del vicario general de Madrid, doctor Gutierre de Cetina, está fechado en cinco de noviembre. A partir de aquí, ya no tardarían mucho en salir glorificados, materialmente andando por la calle, pues en esta ocasión están tan vivos y son tan reales que se salen del libro, camino de la Casa de su editor, Francisco de Robles, «librero del rey» como él se dice pomposamente, que tenía la tienda (y garito de juego también, camuflado) en la calle de San Sebastián, pequeña rúa situada entre la Plaza Mayor, la de San Miguel y la calle Mayor, en su época zona denominada como Puerta de Guadalajara.
Aquellos dos personajes inmortales, aparte de su humanidad trascendente confirmada en esta ocasión de manera irrevocable (Don Quijote siempre enamorado, no «Caballero desamorado», como lo pinta el nefasto plagiario);, Sancho gracioso, inteligente, buen «gourmet» de su tiempo, práctico, filósofo manchego por excelencia,no burdo, glotón, idiota como nos lo emborrona el cobarde falsificador.
Solo por el destrozo que hace en la magistral pintura de Sancho es más que suficiente para echar a este «monstruo» a gorrazos de nuestro pensamiento. Ignorarlo es un acto de piedad.
Cruzaron la Plaza Mayor aquellos dos invictos líderes de las Letras Universales -padres legítimos de la novelística moderna-, con la cabeza enhiesta: llevaban la Razón por escudo y el espaldarazo virtual de un hombre sabio y honesto, el capellán del cardenal de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas. Es decir, el ya mencionado entrañable licenciado Márquez Torres.
Su magnífica Aprobación es un verdadero cántico de alabanzas a Cervantes y su obra. Dice, por ejemplo: «... mucha erudición y aprovechamiento (veo en este libro), así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos de caballerías (…) como la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación (…); y en la corrección de vicios que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con toda cordura las leyes de la reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas...»
Como continúa en este mismo tono su preciado discurso el bendito capellán de Toledo, tiene que curarse en salud saliendo al paso de sí mismo de este modo: «alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio, mas la verdad de la que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mi el cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene para cebar el pico del adulador...»
Para dejar clara la penosa situación en que se hallaba en esos momentos el Príncipe de los Ingenios, quiero cerrar el presente artículo (que si Dios no lo remedia no será el último durante el centenario que tendremos la suerte de vivir) con el valioso broche de oro, con la anécdota narrada por el licenciado Márquez Torres en su ontológica Aprobación.
Dice así literalmente: «Confieso con verdad que en 25 de febrero de este año de seiscientos y quince, habiendo ido mi ilustre señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, el cardenal arzobispo de Toledo, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tocar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mi y a otros capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validados, y tocando acaso en éste, que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían de sus obras, la «Galatea», que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte desta y las «Novelas». Fueron tantos los encarecimientos que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a lo que uno respondió estas formales palabras: «Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?». Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: «Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo».
¡Sublime retrato de nuestra amada patria! En esos, el ilustre indigente llevaba a sus espaldas diez ediciones del Quijote que ya había sido traducido al inglés y al francés. Ciertamente, ¿no creen que ha merecido la pena la completa transcripción del largo y formidable párrafo?