La «tabla periódica del mal», las primeras armas químicas empleadas en la IGM

Durante la Gran Guerra los agentes químicos fueron los responsables de más de 1.300.000 bajas, de las que algo más de 90.000 fueron mortales

Varios soldados juegan a las cartas protegidos con rudimentarias máscaras de gas

Pedro Gargantilla

A comienzos del siglo veinte se desarrolló de forma exponencial la industria europea y en el país germano el sector químico cobró un protagonismo inusitado. En el año 1909 la empresa BASF puso en marcha un proyecto destinado a producir nitratos con fines explosivos . Fue la espita de la barbarie.

Durante la Primera Guerra Mundial se fabricaron armas químicas a escala industrial en forma de bombonas y proyectiles, de modo que los laboratorios se convirtieron en improvisadas trincheras científicas.

A pesar de que uno de los principales valedores de este cambio armamentístico fue el premio Nobel alemán Fritz Haber , los primeros en hacer uso de la tabla periódica con fines bélicos fueron los franceses.

En agosto de 1914 el ejército galo lanzó granadas cargadas con bromoacetato de etilo , una sustancia lacrimógena empleada previamente como antidisturbio civil. El resultado fue menos satisfactorio de lo esperado, lo cual no fue óbice para que el proyecto se arrinconase.

Los alemanes toman la delantera

Meses después –ya estamos en enero de 1915- el científico Fritz Haber propuso utilizar cloro para aniquilar ejércitos enemigos . Bajo el paraguas de Guillermo II el ejército teutón lo usó por vez primera en Ypres (Bélgica), a donde llevaron 11.000 bombonas cargadas con este elemento.

El 22 de abril de ese año, una fecha que ha pasado a englobar el luctuoso calendario de la estupidez humana, ocasionaron la muerte química de más de 800 personas, a las que hay que sumar otros 3.000 afectados.

A comienzos de septiembre los franceses decidieron aplicar la misma medicina y lanzaron más de 5.000 bombonas en la batalla de Loos (Francia). Sin embargo, sus expectativas se vieron truncadas cuando un cambio de la dirección del viento provocó una intoxicación de las tropas británicas .

La aparición de este elemento químico en el campo de batalla obligó a los ejércitos a usar soluciones de bicarbonato sódico y piezas de algodón para protegerse de los efectos nocivos. Desgraciadamente no siempre se disponía del material suficiente y en algunas ocasiones tuvieron que recurrir a pañuelos y orina.

Los alemanes tomaron nuevamente la delantera y antes de final de año usaron el fosfogeno , un producto químico más tóxico que el cloro y al que se añadía la peculiaridad de que los síntomas hacían su aparición horas después de la exposición. En Wieltje (Bélgica) los ejércitos del káiser provocaron más de1.000 bajas, una centena de ellas fueron mortales.

Seis meses más tarde los alemanes perfeccionaron sus ataques químicos al combinar fosfogeno con difosfogeno –una mezcla conocida como la «cruz verde»-. Llegaron a disparar más de 100.000 proyectiles con esta composición en Fleury (Francia).

El temido gas mostaza

La descoordinación e improvisación químicas de los primeros años dio paso a una sistematización en el empleo de los gases químicos a partir de 1917 . Sin duda alguna, el protagonista más conocido de esta segunda fase sea el gas mostaza –la iperita-, bautizada así por el hedor que desprendían sus vapores. La primera vez que se utilizó fue en julio de ese año en la batalla de Passchendaele (Bélgica).

Esta arma mortífera obligó a rediseñar las medidas de protección y a que los soldados utilizasen guantes y un uniforme especial , debido a que las máscaras no eran lo suficientemente fiables para protegerles.

En 1918 un jovencísimo mensajero del 16º Regimiento de Infantería Bávaro de Reserva fue víctima de uno de los últimos ataques británicos con gas mostaza. Su nombre, Adolf Hitler.

Si miramos con el telescopio que proporciona la distancia histórica, las armas químicas sí fueron determinantes en un elevado número de batallas, pero en modo alguno influyeron en el resultado final de la contienda.

M. Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.

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