La ponzoña que llegó con el hambre
En 1967, con la aprobación del primer código alimentario español, se retiraron las existencias de harina de almorta y se prohibió su consumo humano, atrás quedaba una triste historia de intoxicaciones
En la isla de Santa Elena el emperador Napoleón Bonaparte escribió: “la guerra de España fue la causa primera de mis desgracias”. En efecto, aquellos seis largos años –desde 1808 a 1814- desgastaron su imperio y propiciaron su caída.
El conflicto también trajo, indudablemente, consecuencias nefastas para nuestro país, además de un saldo enorme de muertos, la guerra nos dejó otro de los caballos del apocalipsis, el hambre.
La almorta goyesca
En 1811 Francisco de Goya tituló a uno de sus grabados -realizados con aguafuerte- como “ Gracias a la almorta ”, en donde reflejaba las consecuencias de la hambruna. En él aparece una mujer, completamente cubierta y con el rostro oculto, repartiendo entre un grupo de personajes hambrientos algo para comer. Parece tratarse de una sopa elaborada –a juzgar por el título- con harina de almorta.
Junto a la mujer, que se encuentra en primer término, hay tres figuras de pie con pómulos marcados, ojos hundidos y narices afiladas, el mejor reflejo del hambre que asoló España durante la invasión napoleónica.
Para vencer esta epidemia las clases sociales más deprimidas recurrieron a la almorta, una leguminosa herbácea muy común en el área Mediterránea , que se convirtió en un excelente sustituto de los cereales debido a que no precisaba de un especial cuidado agrícola.
Se convirtió rápidamente en un producto de primera necesidad, saciando los estómagos de los grupos más desfavorecidos. Sin embargo, y esta es la parte más oscura de la historia, si se consumía durante periodos prolongados y en grandes cantidades podía producir trastornos neurológicos, calambres, incontinencia urinaria, temblor en las manos y dificultad para caminar . Una pléyade de síntomas que, tiempo después, se conocería como latirismo.
La primera referencia que tenemos de este trastorno se remonta al siglo quinto antes de Cristo, cuando Hipócrates –el padre de la medicina- preconizaba que la ingesta de ciertas semillas de leguminosas podía causar parálisis. Más adelante esta hipótesis sería remachada por Plinio el Viejo (79-23 a. C) y Dioscórides (40-90 d. C).
La historia se repite
Un siglo después la autarquía y el impacto de la Segunda Guerra Mundial prolongaron el hambre durante los años de la posguerra española. Los alimentos no llegaban a los consumidores y la población sufría de desnutrición.
En este escenario desolador apareció nuevamente la almorta, que se convirtió en la salvación de miles de personas que no tenían nada que llevarse a la boca. Esta legumbre, con forma de garbanzo aplastado, se convirtió en el menú diario de centenares de españoles repartidos por toda la geografía española.
Si echamos la mirada atrás, en el año 1940 un kilo de almortas valía 59 céntimos, mientras que uno de lentejas 1,35 pesetas y uno de garbanzos ascendía hasta 1,67. Es fácil imaginar con qué llenaban la cesta de la compra las amas de casa de aquel entonces.
El sobreconsumo de almorta provocó una epidemia de latirismo, añadiéndose a la nómina de las secuelas de la guerra cainita. Actualmente sabemos que una dieta prácticamente carente de proteínas y basada en esta leguminosa –Lathyrus sativus- provoca una ingesta excesiva del aminoácido ODAP (ácido s-N-oxalyl-diamino-propionico), la neurotoxina responsable de los síntomas descritos. Ya lo dijo Paracelso: “ la dosis apropiada es lo que diferencia un veneno de un remedio ”.
Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación