El hombre del diluvio que acabó siendo una salamandra
Durante un tiempo se pensó que los restos de los dinosaurios correspondían a seres humanos de dimensiones colosales
Los dinosaurios habitaron nuestro planeta durante 160 millones de años y fue al final del Cretácico, hace unos 65 millones de años, cuando tuvo lugar su extinción masiva.
Desde tiempos inmemoriales la humanidad tropezó con restos fósiles de estos animales extintos a los que no supo identificar correctamente, en muchas ocasiones no se llegaron ni siquiera a formular hipótesis científicas sobre su origen y en otros casos fueron de lo más rocambolescas.
Hay que tener presente que, durante siglos, los restos encontrados debían cuadrar con el relato bíblico. Así, por ejemplo, cuando en una montaña se hallaban conchas marinas era bastante fácil encontrar una explicación plausible, el hallazgo podía enmarcarse dentro del Diluvio universal. Pero, claro, cuando se descubrían restos óseos se asumía que debía de tratarse de algún animal excepcionalmente grande que habitase todavía en la Tierra, porque según la religión católica ningún ser concebido por Dios podía extinguirse.
Los testículos de un gigante
A lo largo del siglo XVII se hizo especialmente famosa una teoría -la vitus formativa - que explicaba que el origen orgánico de los fósiles se debía a intentos o caprichos de las rocas por imitar la vida.
En 1677 se descubrió un fémur en una cantera de piedra caliza en Oxfordshire (Inglaterra) que fue interpretado como un 'resto petrificado de elefante o de gigante humano'. El reverendo inglés Robert Plot (1640-1696) describió en su libro 'Historia Natural de Oxfodshire' el hallazgo y, pensó que se trataba de los restos óseos de un elefante traído por los romanos durante su invasión en las islas británicas. Más adelante reformuló su teoría y creyó ver en aquel hueso los restos de alguno de los patriarcas de la Biblia.
El médico y naturalista suizo Johann Jakob Scheuchzer (1672-1733) describió en 1726 un ejemplar fósil procedente de la localidad bávara de Öhningen que identificó como Homo diluvii testis , es decir, el 'hombre testigo del Diluvio'. El galeno pensaba que se trataba de un hombre que había muerto ahogado durante el Diluvio universal.
El naturalista Richard Brookes (1721-1763) retomó en 1763 el hallazgo de Oxfordshire y defendió que aquello realmente eran unos genitales humanos petrificados , por lo que decidió bautizar al resto fósil con el nombre de Scrotum humanum . Con los ojos de la ciencia actual aquel fragmento distal del fémur perteneció a un enorme dinosaurio terópodo, probablemente a un Megalosaurus.
No hay que buscar vivos entre los muertos
En 1770 el anatomista francés Georges Cuvier (1769-1832) defendió, por fin, la teoría de que algunas especies habían desaparecido para siempre de la faz de la Tierra. En una cantera situada en Maastrich (Holanda) encontró unas mandíbulas fósiles de un enorme animal, al que Cuvier identificó como un lagarto marino extinto al que denominó Mosasaurus. De esta forma, Cuvier rompió con el orden establecido.
En 1811 analizó el Homo diluvii testis y llegó a la conclusión de que se trataban de los restos de una salamandra y no de un ser humano. En la actualidad se encuentra en el Museo Teylers de Haarlem (Países Bajos) y ha sido rebautizado como Andrias scheuchzeri en homenaje al error histórico.
En la década de 1820 un obstetra y naturalista, Gideon Mantell (1790-1852), encontró unos dientes de gran tamaño que, según él, debieron corresponder a un gigantesco lagarto herbívoro, al que bautizó como Iguanodon.
El nacimiento de la palabra 'dinosaurio' tardaría todavía un poco en llegar. Fue acuñada en 1841 por el paleontólogo británico Richard Owen (1804-1892), para ello utilizó dos vocablos griegos: deinos (terrible) y sauros (lagarto). Y es que, como decía el científico, aquellos extraordinarios animales no fueron más que 'terribles lagartijas'.
Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.
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