ópera
El Liceu celebró sus 15 años de vida renovada
El estreno de «La Traviata» recordó la reinauguración del coliseo, en octubre de 1999
El estreno en el Liceu de la ópera de Verdi «La Traviata», el martes pasado, se convirtió en una auténtica fiesta: no se trataba solo de un estreno más, sino de celebrar los 15 años de la reinauguración del Gran Teatre después del incendio de 1994. El cava corrió en los dos entreactos regalando a todos los presentes, y al acabar se ofreció un cóctel. En el escenario, los artistas pusieron lo mejor de sí, aunque los resultados fueron desiguales.
La producción de David McVicar que rescató del olvido Joan Matabosch (y que se la llevará al Real en unos meses) es una lúgubre joyita, una perla negra deliciosa, intimista, decadente, que muestra a los personajes de forma descarnada centrándose no en Violetta y su dramón, como suele suceder, sino desde el punto de vista de Alfredo, en un «flashback» que comienza en el preludio sobre la tumba de la dama de las camelias. Detallista al máximo, con un vestuario espléndido y una escenografía muy dúctil, los recuerdos de Alfredo se suceden con singular pasión. Él es, también, víctima de los acontecimientos.
Debutaba en el podio liceísta el maestro Evelino Pidò planteando una versión teatral, contrastada, viva, muy bien secundada por solistas, orquesta y coro; si en algunos pasajes de extremo lirismo -como en el «Dite alla giovane»- parecieron muy acelerados, su trabajo en general resultó mucho más que convincente. También debutaba en la casa el tenor Charles Castronovo, quien aprovechó la ocasión que se le brindó imponiendo su timbre pastoso y rico y sus excelsas dotes actorales, pero que le faltó grandeza para desarrollar este papel tan emblemático, más inaugurando la temporada. Lo mismo sucedió con la aquí muy estimada y siempre competente Patrizia Ciofi, que no tuvo su mejor noche, sufriendo en el pasaje y empujando para proyectar, corta de «fiato» e incómoda en los sobreagudos... Espléndida actriz , no se le escuchó en muchos momentos, y no era culpa de los muchos cortinajes de los decorados. Sobresalió el Germont «père» de Stoyanov, de una nobleza en el canto difícil de encontrar.
En el reparto alternativo, el miércoles, Elena Mosuc impuso una Violetta de las de antes: lo hace todo, con un «Non è vero» desgarrador; vocalmente fascina, con una coloratura perfecta, decorando con sobreagudos y luciendo un timbre hermoso, muy bien secundada por un Àngel Òdena tan rotundo como matizado, con un Germont de exportación. El Alfredo de Leonardo Capalbo, de canto gutural, solo aportó seguridad en el último acto, aunque incluso aquí incurriera en una entrada falsa que desmoronó el concertado; débil en la «cabaletta» e inestable en los dúos, no estuvo a la altura, como tampoco el comprimariado, que, salvo por el talento de Gemma Coma-Alabert, estuvo mas que bajo mínimos.
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