tribuna abierta

Ni sí ni no, sino todo lo contrario

Un referéndum encubierto como el que hoy se ensaya tendería a limitar nuestra capacidad de decisión por su naturaleza excluyente

nacho martín blanco

El portavoz de ERC en el Congreso, Alfred Bosch, decía hace unos días, con aire condescendiente, que le encantaría ver a Alicia Sánchez-Camacho, a Albert Rivera y al resto de los catalanes partidarios nada más y nada menos que del «no» votando el 9-N, porque en esta convocatoria «el ‘no’ también existe». Supongo que el ‘no’, quienquiera que sea, sabrá agradecerle al señor Bosch su magnanimidad. Pero también sospecho que ni Sánchez-Camacho, ni Rivera ni nadie que comparta con ellos valores intrínsecamente positivos como la defensa del orden constitucional, que garantiza nuestros derechos y libertades como ciudadanos, o la orteguiana ilusión por España como proyecto sugestivo de vida en común se sentirá interpelado por esa esotérica constatación de la existencia del «no».

Más allá de concretar dónde está el bien, el «sí», y dónde el mal, el «no», en esta miniaturización, maniquea y de autoconsumo, de la realidad catalana, las palabras de Bosch sólo sirven para constatar, una vez más, que el leitmotiv del proceso en curso en Cataluña nunca puede ser la democracia, sino únicamente la independencia. Si no viviéramos en democracia, tendría sentido la insistencia de los independentistas en vincular la palabra «democracia» con los términos «proceso» o «transición» -ambos significantes de la acción de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto-. Pero Cataluña, junto con el resto de España, inició su proceso o transición hacia la democracia tras la muerte del dictador Franco en 1975, proceso que culminó con la aprobación en referéndum de la Constitución de diciembre de 1978. Ahora cabe o, mejor dicho, es preciso hablar de reforma o de regeneración democrática, pero en ningún caso de proceso o de transición hacia la democracia, porque ese trabajo ya se hizo y el balance general, por cierto, sólo puede ser positivo.

Si los catalanes no votásemos habitualmente en elecciones locales, autonómicas, generales e incluso europeas, si no pudiéramos expresar periódicamente nuestras preferencias políticas sobre temas diversos relativos a los diferentes ámbitos de gobierno en que se estructura nuestro poder público, el ofrecimiento de Bosch sería digno de agradecer, pues nos permitiría expresar nuestra voluntad aunque sólo fuera una vez y sobre un único asunto. Afortunadamente, no es el caso. Lejos de ampliar nuestra capacidad de decisión, un referéndum encubierto como el que hoy se ensaya en Cataluña tendería -si fuera legal- a limitarla, por su naturaleza excluyente y de suma cero, por no hablar de que niega abiertamente la soberanía del pueblo español, clave de bóveda de nuestro sistema constitucional.

Así pues, las palabras de Bosch no proceden. Lo mismo ocurriría, por ejemplo, si algún día ganase unas elecciones generales un partido, o coalición, que llevara en su programa electoral la celebración de un referéndum para eliminar las autonomías. Siguiendo el ejemplo de la doble pregunta planteada para hoy por el Gobierno catalán, las preguntas podrían ser las siguientes: «¿Quiere que España sea un Estado unitario centralizado? Sí o no». Y en caso afirmativo: «¿Quiere que ese Estado sea, además, concentrado? Sí o no». Por más que hubiera arrollado en unas elecciones, semejante propuesta supondría una indiscutible miniaturización, maniquea y de autoconsumo, de la realidad española, por lo que no sería de recibo que quienes la defendieran se autoerigieran en guardianes de la democracia tildando de antidemocráticos a quienes se opusieran a ella y al mismo tiempo animándoles a participar. Ni que decir tiene que tamaño despropósito sería susceptible de ser recurrido ante el Tribunal Constitucional por cualquier Parlamento o Gobierno autonómico, en la medida en que las preguntas planteadas afectarían de plano a otra piedra angular de nuestro régimen constitucional, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España, que reconoce el artículo 2 de la Constitución.

Decía Churchill que «la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las que se han probado hasta ahora». A pesar de su prevención, no hay duda de que Churchill era un demócrata, no obstante lo cual era consciente de que la democracia, malentendida, puede llegar a actuar contra los valores liberales de libertad e igualdad. Dos de los principales teóricos del liberalismo del siglo XIX, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill coincidieron -sin perjuicio de sus ulteriores diferencias- en apuntar los riesgos de que la democracia devenga en tiranía de la mayoría. Ambos convienen en que la mejor manera de combatir esos riesgos es mediante la introducción de salvaguardas legales y constitucionales que contrapesen el poder de la mayoría gobernante, en pro de los derechos individuales que constituyen el fundamento mismo de todo sistema democrático y liberal.

Las palabras de Bosch representan la sublimación de la facilidad con que los independentistas tratan de monopolizar la democracia instrumentalizándola hasta vaciarla de contenido y desligándola, por un lado, de su ineludible relación con el principio de legalidad y, por otro, de su necesario compromiso con los derechos individuales y de las minorías. Aceptar su propuesta implicaría consentir la ruptura unilateral de las reglas de juego democráticas, por lo que los ciudadanos catalanes, como los del resto de España, tenemos derecho a exigir del Gobierno central, así como de todos los partidos comprometidos con la Constitución, la máxima firmeza en la defensa del Estado de derecho.

El respeto a la ley es el mínimo común denominador que garantiza que nuestra convivencia se desarrolle en el marco de libertad y seguridad jurídica que legítimamente cabe esperar de nuestras instituciones democráticas. Dentro de la ley todo es posible, pero ante la permanente oposición a nuestro Estado de derecho que ha caracterizado el proceso que hoy erupciona en Cataluña no cabe responder ni sí ni no, sino, precisamente, todo lo contrario.

Nacho Martín Blanco es periodista y polítologo.

Ni sí ni no, sino todo lo contrario

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