Carnaval de Cádiz

Efesios 5:22-23

Arde Momo, y con él, todo lo que el Carnaval nos permitió ser por unos días. Una llama que no destruye, sino que marca el paso

Reyes Calvillo

«Los cuartos pasan como un suspiro», susurra quien camina a mi lado al salir del Falla. Me cuesta sostener la mirada. No sé si es por cómo se clavan sus ojos o por cómo me han atravesado esas palabras.

Nace un silencio pueril, que titubea como el primer rubor de dos adolescentes, bajo las sombras de unas luces «que a lo lejos van marcando mi retorno»

(Reyes piensa en la luz. En el fuego. En el final. En la noche del martes que supone la última llama antes de la ceniza. Piensa en los pecados y la Cuaresma. Levantar la mirada del suelo y retar a su acompañante la delataría. «Siempre la moral. Siempre la Iglesia» )

Todo arde.

Arde Momo, y con él, todo lo que el Carnaval nos permitió ser por unos días. Una llama que no destruye, sino que marca el paso. El ritual. La hoguera. El renacer.

(Reyes se sobrecoge al recordar que hace dos días que no llama a sus padres y le invade de nuevo la culpa. «Siempre la moral» Sus pasos se hacen más cortos. La piel siente el frío de la nostalgia, como un eco lejano de la infancia)

Quizás el fuego y la infancia también la han acompañado esta noche martes. Quizás, por eso, la añoranza.

El martes también se quemó algo. O, mejor dicho, también fue la simiente en las cenizas donde algo nació.

En aquel martes, las cenizas fertilizaron una tierra distinta: la de la infancia de unas niñas que saben que podrán. No debería ser noticia. No debería ser llamativo. Pero lo es y, en esa contradicción, encuentro en la tierra árida y agrietada, descubro la hendidura que la esperanza ha preparado para resurgir.

Esa noche, sobre las tablas del Falla, las voces y las letras eran de mujeres. En el mismo espacio donde durante tanto tiempo fueron excepción, por una vez, por un día, por la Historia.

(Reyes recuerda aquel pasaje que le contaba su madre de pequeña en la playa. ,En la penumbra de la historia. En Kallipáteira entrando en Olimpia. Su sien y su memoria también quema y arde, como brasas que nunca se apagan)

Esa noche eran norma.

Esa noche, era Nuestra.

Sus voces, sus coplas, su presencia. Un escenario que, aunque tardío, se siente inevitable.

Lo más emotivo no era solo verlas a ellas, sino ver a las niñas en sus pasacalles. Ellas, como manípulos romanos, defendiendo la primera línea de su formación. Apoyadas en la retaguardia por esas referentes que fueron las amigas que nosotras tuvimos al lado.

«Te he dejado a mi hija, para que aprenda la pureza»

¿Cómo hubiera sido tenerlas a ellas cuando nosotras éramos niñas? Quizás todo habría sido más fácil. Quizás todo habría sido distinto. Quizás, las cenizas.

El peso de la historia se sacude poco a poco, como las cenizas que el viento arrastra. Pero esta historia no es la de la sumisión, sino la de la voz propia. Y hoy, esas cenizas no son símbolo de lo que se apaga, sino de lo que prende.

De la llama de vida y de esperanza que quema un teatro donde reina el pueblo.

De lo que, después de tanto tiempo, renace.

Que ardan vuestras coplas.

Que iluminen sus caminos al Falla.

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