carnaval de cádiz

Eclesiastés 1:16-18

Es paradójico que, con lo aficionada al cine que yo fui, hoy para mí no sea un día especialmente relevante. Hace una década la noche de los Goya suponía todo un evento

REYES CALVILLO

CÁDIZ

Es paradójico que, con lo aficionada al cine que yo fui, hoy para mí no sea un día especialmente relevante. Hace una década la noche de los Goya suponía todo un evento. Reuniones con amigos, apuestas, discursos futuribles… todos ansiábamos estar allí algún día y yo, entre mis habituales divagaciones, disfrutaba obnubilada en esa especie de duermevela que se crea cuando sueñas despierto. Hace una década, disfrutando de una de esas películas independientes, llegó a mí un rezo:

«Quien aumenta sus conocimiento, aumenta su dolor.» (Eclesiastés 1:16-18)

O, lo que es lo mismo y más pagano, ese abandonarse al «Solo sé que no sé nada.» de Sócrates. A esa forma de condensar la paradoja del conocimiento.

(Reyes se desespera doblando un vestido que intenta meter en su maleta. Las lentejuelas se han entrelazado y no hay forma de soltarlas)

Cuanto más se aprende, más se es consciente de la propia ignorancia

(El piso está en silencio y el sutil tintineo de los abalorios rechina entre sus dedos. Aún así, esta sensación le resulta más apacible que el minutero de cualquier reloj)

A veces, no sé bien el porqué, suelo llenar los silencios con oraciones y versos aprendidos de infancia. El monólogo de Medea antes de asesinar a sus hijos. Un salmo responsorial que reza que un ángel me guarda. Un estribillo que nunca llegué conocer pero que mi memoria se empeña en recrear en algún momento. No entiendo bien el motivo de que los tres, sin prioridad ni énfasis alguno, broten entre mis recuerdos.

«Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa»

(Reyes sale de esta plegaria y su inconsciente se escapa al primer viernes de concurso, al foso y a una cuarteta del Canijo: «Mea culpa» canta)

Vaya, esa era muy buena. Es verdad

(Reyes no es consciente de que esa evocación ya será recurrente en su memoria)

Pienso y me perturba esa forma de entender que el conocimiento no solo ilumina, sino que también condena a quien lo posee. Pienso en el Carnaval como en las tragedias griegas. En exponer la verdad disfrazada de farsa, en jugar con los límites de la realidad y la ficción. En dar voz a lo que, en otros tiempos, sería silenciado.

Me pregunto si no será mi condena con el Carnaval en estos tiempos. Me pregunto por un veneno puro, sin ponzoña, sin daños. Me pregunto si es real y factible. Me pregunto. No me respondo. No encuentro salida y no sé si quiero hallarla.

Pienso, siempre rumio y pienso. Pienso mucho en el pasado. En antes, cuando éramos más ingenuos. Cuando los apellidos del barrio eran nombres de la aristocracia. Cuando importaba solo que te emocionaba y lo que no. Sin juicio. Sin sentencia.

Pienso y me culpo. Me culpo y pienso porque no sé si está mal. No sé si está bien. No sé si quiero siquiera saberlo.

«Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa»

Es imposible no sentirse sobrepasado por la facilidad con la que ahora descuartizamos cada pasodoble en redes, en cómo diseccionamos las coplas buscando más el defecto que la belleza. En el ruido de la inmediatez al diseccionar cada nota, cada verso, cada intención. Y me pesa.

Quiero regresar al eco de un estribillo que se pierde en la calle, entre papelillos pisoteados y luces que ya no parpadean. Ojalá la añoranza fuera suficiente. Ojalá pudiera volver a ese tiempo donde la única vara de medir era el impulso de un pellizco.

(Reyes consigue deshilachar la maraña de brillos del vestido y los pensamientos se disipan entre las telas)

Y entonces, la ausencia. Esa «ausencia leve, como carne de niño». Ese placer culpable del que añora y desea la osadía de transitar por la vida desde la más absoluta ignorancia.

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