Carnaval de Cádiz

Tres mil años en veinte minutos

El universo se apellida Cádiz, claro está, y los árboles genealógicos de las agrupaciones hablan por sí solos

Enrique Alcina

Algunas historias del Carnaval de Cádiz enseñan que las canciones de nuestra vida casi nunca pintan lo que parecen y que la diversidad apenas entiende de fanatismos y círculos cerrados. Las chirigotas ilustres se miran al espejo de las agrupaciones anónimas, y lo contrario, y a veces las esquinas, las bocacalles y los semáforos en ámbar conocen disparatados y elegantes repertorios procedentes de las mentes calenturientas de gente que ha cantado en el Falla y en la calle, tanto monta tanto, con la naturalidad de un susurro callejero y un clamor teatral. Qué sabe nadie de la vida interior de los precursores de la fiesta.

El universo se apellida Cádiz, claro está, y los árboles genealógicos de las agrupaciones hablan por sí solos. Fijémonos, por ejemplo, en la placa que deletrea la personalidad de los grandes autores gaditanos: Gómez & Rosado, asesores, consultoría de pamplinas de la plaza Mina y luces divinas. Hablamos de los Lennon y Mc Cartney de Cádiz, que se sentaban juntos a escribir cuplés y al final no sabían de qué lado caían los mejores golpes y ocurrencias, de tal guisa que firmaban las letras y los pagarés en comandita. Luego los veías en el Cambalache y resulta que eran de carne y hueso, leyendas del futuro sin más pretensiones que conquistar el Falla con sus cuartetos o chirigotas y recuperar el aliento de las calles con sus ilegales, a base de desorden alfabético. En contraflecha del mundo equivocado de usar y tirar, adalides de una pizca sobrenatural de humor desternillante y crítico, su media ración de gamberrismo y locuacidad, el cuadro genuinamente gaditano. «España va bene per cápita de pene».

El músico y arreglista de las célebres chirigotas callejeras de Los Fantasmas, Bosco Prada, se estrenó en el Carnaval en la penúltima de Paco Rosado, «Los Conquistadores de la trastienda de Casa Crespo», en 1988, botón de muestra de la fascinante e influyente serie de chirigotas, los cruzados, los carreros, los cegatos, los cubatas, pero también tocó el cielo de andar por casa a lomos de «Los gnomos metíos en manteca», vamos, que se convirtió en el fichaje del año. «Sólo llevaba tres meses de guitarrista, era un chavalito sin experiencia. Logré que Paco Rosado se fijase en mí, pero luego, cuando me llamaron los Gnomos, Fernando Macías me dijo: No te lo pienses, Bosco, es como si jugaras en el Osasuna y te llamase el Madrid». Dicho y hecho.

«En la época de »Época vergüenza«, a mí me daba mucha vergüenza salir a tocar», redunda Prada, que perdió la ídem sobre el 92, cuando concursó en el Falla con «Los Borrachos» y «Ballet zum zum», el binomio de agrupaciones que presentaron el Selu y el Yuyu, un doble salto mortal inolvidable. Ya por entonces, Bosco se integró en la chirigota callejera «Siete ratas por habitante», el germen de Los Fantasmas de Gómez y Rosado. Los músicos de los tres grupos eran fijos, los demás componentes se echaban a suertes. El Yuyu no cantó en la final. «Una tarde, en los ensayos de los Borrachos, hubo una discusión fuerte y nos separtamos».

«Los borrachos» ganaron mucho dinero. Bosco viajaba por toda España a bordo de una orquesta de variedades, de feria en feria, pero en febrero se unía a la chirigota de casapuerta por antonomasia, desde «Los hijos secretos de Lola Flores» a «Los fantasmas», pasando por «Los volteretas» o «Los alegres divorciados», una sensación de idiosincrasia tremenda revestida de fertilidad sin parangón. Hasta la constitución de los Guatifó, la siguiente estirpe, ya sin Gómez y Rosado.

Durante muchos años fueron los reyes de la calle. Bosco arreglaba las músicas que componía Caracol y le daba a los repertorios «un color que no se había visto hasta la fecha». Sin presiones, con absoluta libertad, una línea de bajo y dos guitarras, un punto de distinción que mantuvieron y transmitieron como si nada, casi al azar, aparentemente, conscientes de que tenían entre las manos algo maravilloso y exclusivo, como el sol que da la vida.

Los fantasmas, y después los guatifós, no necesitaban levantar la voz en las calles, ni prorrumpir en vituperios y detalles soeces, para captar la atención del viandante descubridor de inesperadas rimas imponentes, pero sorprendían a cada paso que daban, carecían de propietarios y prejuicios, aborrecían la rutina y el aburrimiento y provocaban sentimientos encontradizos: «ssshh, callarse, cohone», para desgracia de los pesados de turno que suelen interrumpir los desenlaces de los cuplés con comentarios odiosos al vecino espectador. To fuera eso.

A Bosco siempre le gustó, más que nada, la música carioca, de hecho viajó a Brasil para seguir un curso intensivo del quehacer entroncado con la samba y la bossa nova, que vive de los acordes ajenos a la dichosa normalidad y al hastío, así que aplicó sus conocimientos a las chirigotas e introdujo los matices brasileños al intrincado mundo de los tres acordes con mil maneras y otros tantos puntos de vista. «Acordes más vistosos y complejos. Si los pasodobles de Paco Alba se basaban en una triada, un acorde mínimo con notas hablándose entre sí», la nueva hornada de carnavaleros cogía un «mi», y «en vez de terminar con sexta lo hacía con novena, por ejemplo, cosa que ya hacía Joao Gilberto en Brasil, y mis compañeros alucinaban con ese remate de la copla». Digamos que esas chirigotas le propinaron tres vueltas a lo que había, en todos los sentidos.

«Hoy la gente investiga en Spotify, donde puedes visitar a golpe de click la historia de casi toda la música, pero ¿de qué se nutría Paco Alba?«, pregunta Prada en voz alta. «De la radio y el cine», sentencia, y tararea un pasodoble que el inventor de la comparsa «sacó de las películas de comboys, de la trilogía de Sergio Leone a la que puso música Ennio Morricone», genio absoluto de las bandas sonoras, cuando la muerte tenía un precio, por un puñados de dólares, en el salvaje oeste de Almería. Oh, Cádiz, la presentación de «Los Sarracenos», una melodía del subconsciente hasta las puertas de la eternidad. Busquen en el youtube.

Entonces, avisados por los ecos de la afición sibarita, «vinieron a vernos los artistas: Ruibal, Kiko Veneno, Tito Alcedo y demás. Javier Ruibal nos invitaba a cantar en sus cumpleaños, Kiko Veneno nos llevó de teloneros. Wyoming hablaba maravillas de nosotros».

Casi todos los componentes de la chirigota eran socios de Fondo Norte, pero en una ocasión, a raíz de unos bolos en el Pay Pay que gustaron a un politólogo de Cádiz, parece mentira que en Cádiz haya gente así, Bosco logró un par de entradas, un cuelo para asistir a sendos partidos cruciales del Submarino Amarillo en el palco de los comegambas, nada menos, y el Cádiz se salvó, y Bosco se creyó el talismán de las remontadas buenas, guardameta, estilo Ledesma, de la potra y las liguillas de la muerte.

Sepan que Bosco Prada, antes incluso de sus inicios artísticos, cuando acudía al instituto, se encontró una noche con Mágico González, lo cual no era tan extraño, y el astro salvadoreño estacionó durante unos instantes su descapotable rojo a las puertas del Metropol y exclamó: «¡Montarse!». Bosco y sus colegas así lo hicieron y estuvieron haciendo gestiones con el mago de la culebra macheteada hasta las claras del día. El sábado mutó en domingo, por la tarde jugaba el Cádiz, y Mágico, cómo no, se salió literalmente de la escena costumbrista y firmó un partidazo con esas hechuras y la colección de regates, frenazos en seco, pases al hueco y remates imprevisibles que enamoraron al planeta futbolístico cuando echaban las mejores jugadas de la jornada los lunes por la noche en Estudio Estadio y anunciaban: «No se pierdan lo que hizo Mágico ayer». Bosco, por su parte, asistía a la exhibición artística del salvadoreño, muy pocas horas después de haberlo dejado a la vera del bar Gol, con el asombro y la pena de no poder decir al espectador del asiento de junto que había salido de juerga con el genio del balón, atleta de la improvisación, poeta de la noche. «Nadie me hubiera creído». Bueno, algunos sí.

Más adelante, ya encumbrados en lo alto del podio de las chirigotas ilegales, «Los hijos secretos de Lola Flores» fueron a actuar a un lugar rimbombante, no en vano comenzaron a alternar con la flor y nata de … la flor y nata, y se les acercó un encopetado y enchaquetado personaje que les dio la enhorabuena y los inundó de elogios. Los chirigoteros se comportaron con la formalidad que exigía el protocolo y agradecieron el agasajo de quien creían era el político homenajeado. Craso error: era su chófer.

Bosco ha tocado con medio mundo, como multinstrumentista y arreglista de cabecera; lo ha hecho con numerosos combos malandros de música brasileña, aunque también con Martínez Ares en sus escapadas cantautoriles, sin olvidar su participación en los grupos que han lustrado la profunda voz de la cantante gaditana, y periodista comprometida, Mariló Rico, que también conoce Brasil.

Si llegabas con demora a las improvisadas actuaciones de las chirigotas mentadas, que hoy se multiplican por mil, se te caía el mundo encima, cagonlomuerto, toda la tarde buscándote la ruina por los laberintos del Carnaval y cuando te topas con los fantasmas, se evaporan y dejan en ascuas a los vendedores de humo, funcionarios de ocho a tres o parados de larga duración. Visitas teatralizadas al sepe con cita previa.

Con motivo de los fastos iberoamericanos que tanto agradan en Cádiz, y esas reuniones de ciudades carnavalescas tan divertidas, Bosco acompañó en su día a los incomparables miembros del Showmancero, David Medina y Andrés Ramírez, un caso aparte del exclusivo talento gaditano, cuando viajaron, a 14.000 kilómetros de lenguas submarinas, a Valparaíso, patrimonio de la humanidad que posee un carnaval muy potente y hermoso. Sus letras y músicas causaron sensación. A la vuelta se quedaron tirados en Sao Paulo, mira qué cosa más linda, pero llegaron a lo justo para participar en el pregón del Carnaval de Cádiz que ofrecía un tal Joaquín Sabina, otro amante de sus coplas callejeras, que suenan a menudo en Rota cuando se reúne con Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, Luis García Montero y, hasta su desaparición, la añorada Almudena Grandes.

Sabina, precisamente, fue uno de los cantantes que integró el fantástico aunque agridulce cartel del festival benéfico que congregó en Sevilla a una patulea considerable de admiradores, fieles, casi súbditos, de Jesús Quintero, el Loco de la Colina, que pasaba por malos momentos debido al cierre de la emisora que montó tras su etapa gloriosa, Radio Romántica. «Ahí estaban Sabina, Serrat, Aute, Pata Negra, Esmeralda de Triana, Luz Casal, Silvio y hasta El Lute. El Loco nos quería tanto que nos dejaron cantar los últimos, digamos que Sabina fue nuestro telonero, tiene gracia la cosa, y acabamos todos entonando Los Duros Antiguos como fin de fiesta, y Serrat, eufórico, cogió el bombo de la chirigota, y no veas cómo lo pasamos«.

En las inmediaciones de unos episodios tan festivos y entrañables fue Bosco a descargar los restos de las mieles del triunfo contra la pared de un rincón del Prado de San Sebastián, sin percatarse de que a su lado, con la misma necesidad fisiológica, se encontraba Joan Manuel Serrat. Poca gente en el mundo ha compartido semejantes momentos de inspiración con Serrat, aunque seguro que se cuentan por decenas, qué digo, centenares, lo que acompañaron a Mágico en sus travesías noctámbulas con tal de que no se perdiera.

El maestro de los silencios en las entrevistas más arriesgadas y pintureras, Jesús Quintero, acuñó por vez primera el lema «aquí hay que mamar» en su pregón del año 84. La final del Falla llevaba únicamente tres años televisándose en directo, Sabina se acababa de afeitar la barba, visitaba a Fernando Quiñones en la Tacita, antes de transformarse en poeta verdadero del son de entresiglos, y su compadre, el gran Javier Krahe, con su pito de caña, saboreaba, por así decirlo, la paradójica censura socialista de su copla «Cuervo ingenuo», a cuenta del tocomocho del referéndum de la Otan. Ay, Felipe.

El Loco fue un programa de radio antes que un personaje, una canción de los Beatles, una sinfonía de Pink Floyd. Quintero ejerció de productor de Paco de Lucía y también de Lord Byron de los callejones. «Nadie puede cantar tres mil años en veinte minutos», declaró en las horas previas a su pregón. El Loco, antes de sus programas, apagaba las luces del estudio y encendía una vela. Un cosmonauta perdido en su galaxia, un Peter Pan y un forever young, es lo que era.

Las chirigotas que traspasan la memoria de Bosco jamás se vendieron a los escritores de enciclopedias apoquinadas en incómodos plazos a cambio de unas láminas de Van Gogh de valvulina y un atlas con los escombros de las siguientes guerras mundiales. Las esdrújulas destartaladas eran cosa fina en manos de estos artistas, mandamases de las historias humanas lejos de las leyes de la gravedad de los hombres. Gómez & Rosado no concedieron entrevistas hasta que grabaron un deuvedé antológico en una noche memorable en el teatro Pemán. Hasta entonces, y también a renglón seguido, dejaron hablar a sus personajes, como hizo el Loco con el suyo. Los guatifós vivieron de las tormentas de ideas de sus componentes, que también pisaron las tablas del teatro y la jungla del asfalto con todo el arte del mundo. Ajín to guay.

Que nos bailen lo quitao. Dos telediarios para la catástrofe mayor y la apoteosis de la reventa. La diversidad ante todo: los hijos de algunos matrimonios responden a la voz de «los tuyos, los míos, los nuestros». Como dice Carlos del Amor, cuando te traicionas una vez es difícil volver. En Cádiz lo que hay es mucha caridad de vida.

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