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Leyes no escritas de la verdad y la risa
Las sensaciones del momento reúnen lo mejor del folklore gaditano, ahora que la gente presta más atención y el jurado puntúa las sorpresas de los tipos de los personajes de novela, las letras que reprochan los abusos de autoridad y el tesoro de la música del tango
Las sensaciones del momento reúnen lo mejor del folklore gaditano, ahora que la gente presta más atención y el jurado puntúa las sorpresas de los tipos de los personajes de novela, las letras que reprochan los abusos de autoridad y el tesoro de la música del tango. Queda tan lejano el recuerdo de la fase preliminar que los grupos que gozan o no del favor del público desde la primera impresión han entrado en tromba, como si supieran de buena tinta que llegó el momento de la verdad. Ni que recuperásemos el ansia de descubrir cosas nuevas y sentir el placer exclusivo que brinda cada año de carnavales de recorrer con la imaginación y los abiertos los sentidos a los vericuetos de una copla, golpe a golpe, verso a verso, hasta el mensaje final, con todas las consecuencias, y que nadie interrumpa el resultado.
Las primeras sesiones de cuartos de final han solventado de aquella manera esos aires de indiferencia que levantaron los primeros pasos, interminables y tediosos, del concurso. Ya van a por todas, con lo mejor de sí mismos. Se veía venir. Se acelera el corazón. Los repertorios de esta parte del mundo distante menean los cimientos del gusto de la gente, algunos grupos logran captar al vuelo el interés de los espectadores, como los Eugenios o los trabajos de Miguel Ángel García Argúez, un coro y una comparsa, que se citan en la noche, y se comportan con la alegría y la rabia que les caracteriza. El sibarita de los carnavales tiene ya a su alcance la ocasión de saborear un compendio del arte de Cádiz: músicas de colores dispares, letras combativas, ejemplos ilustrativos de la retranca local, cuplés generosos, popurrís redondos. No muchos, tal vez, pero son muy buenos.
«En cuartos el público es el más serio del concurso», ironizan los cómicos de la triste rumba catalana, que han estudiado a fondo el papel, un tipo arriesgado y complicado. De seguro que visionaron repetidas veces la película y el documental que retrataron al peculiar e impar humorista. En la intimidad del teatro, cuando se quedan a solas con el respetable, cortas las distancias, abrazan de veras el gaditanismo con su gesto adusto, impasible el ademán, aunque traviesos e inciertos los modales. Recuerden que el Falla luce orgulloso el honor de ser uno de los pocos lugares del mundo donde el escenario no necesita micrófonos para saber lo que la gente piensa para luego seguir los rumores del mercado enfermo y revenderlo al mejor postor. El Falla se amplifica solo.
El hijo de Eugenio, a quien le pareció más correcta y respetuosa la película de David Trueba que el espinoso documental, perdió hace años el pleito que interpuso al actor Toni Climent por presunta apropiación de la figura de su padre, por plagio, en suma, en una función llamada «Reugenio». El juez desestimó la demanda al entender que se trataba de una parodia de Eugenio, nada ilegal. En Cádiz llevamos décadas rindiendo cuentas a todo lo reseñable en torno a figuras célebres o anónimas del cielo cuadrado. Nadie, mejor dicho, casi nadie ha puesto el grito en el suelo.
Se conoce que Álex Pérez, el autor de la chirigota, habló previamente con el hijo de Eugenio, que le trasladó que «su padre soñaba con verse representado en el Carnaval de Cádiz». Así que manos a la obra, a gobernar con sangre fría el silencio del Falla.
El mundo de la imitación navega por misteriosas aguas, tú sabes, y a veces la única diferencia reside en la marca y su precio. La justicia permite también, en otro orden de cosas, el diseño y la venta de abalorios, por ejemplo camisetas, al abrigo de una obra o un artista determinado, a condición de que no copien descaradamente los logotipos. Los Eugenios de Cádiz, libres de ataduras entonces, enamoran al público con ese estilo chulesco que fantasea con el odioso fútbol moderno, cae en la escatología o resplandece de sus cenizas, pese a la oscuridad del humeante instante, a lindos trompicones de ingenio y chispa: «Qué le gusta un tiroteo a un chiquillo de Wisconsin». Los Eugenios dieron todo un recital.
El popurrí vislumbra tal mestizaje de estilos fronterizos en estos catalanes del sur, que agarran al público ya eufórico por los goles del Submarino, que desarrollan un amplio catálogo de vocablos gaditanos, entresacados del «Habla de Cádiz» que publicó el profesor Pedro Payán Sotomayor en 1983, y que sigue la mar de vigente en las librerías. De guachisnai a cambembo, réplicas vocales del testimonial y germinal libro, uno de los más vendidos de la historia de la encuadernación de Cádiz.
El libro de Payán precisa que una de las palabras más empleadas en la actualidad, bulo, procede del caló, la expresión de los gitanos, lo mismo que camelo, trola, chivato, coba o canguelo.
Como la arena en las manos, las coplas gaditanas desgranan el momento al capricho de los autores. El Chapa, respetado escritor gaditano, investigador y trovador, no escatima adjetivos calificativos para confeccionar sus pasodobles y tangos. Haciendo uso de la licencia carnavalesca de poner vestido de limpio a quien venga a colisión, pasando un kilo de jurisprudencias y leches en vinagre, mirando de frente las leyes no escritas del Carnaval de Cádiz y del libre albedrío, Argüez acusa al rey emérito de «viejo despreciable, sinvergüenza, corrupto y ladrón». Y también afea la conducta, sin remilgos, de Pedro Sánchez, a quien tacha de «mentiroso, miserable e impostor», amén de «caudillo de la mentira». A riesgo de que «algún tonto diga que soy facha», advierten.
Los poseedores de la llave secreta del popurrí, los comparsistas de Carapapa, resisten los vientos desfavorables que soplan en Cádiz en primera línea de pasodobles, esgrimiendo una carta a Leonor que incluye otras lindezas dedicadas a su abuelo el campechano, «gamberro y ladrón». Coplas vía aérea con destino Abudabi.
«El habla de Cádiz», la biblia de la jerga castiza, se convirtió en objeto de deseo del amor propio gaditano a raíz del éxito macanudo de una magnífica novela de Fernando Quiñones, «Las mil y una noches de Hortensia Romero», finalista de la edición del premio Planeta de 1979. La primera vez que alguien se atrevió a escribir una historia completa en andaluz, y más concretamente en gaditano. El legendario y añorado autor obtuvo el reconocimiento general, y un dinero importante, que merecía su exquisito trabajo, y confirmó la hazaña en el 83 con otro subcampeonato en el Planeta, en virtud de «La canción del pirata», obra cumbre del poeta de La Caleta, amante del flamenco y de la buena vida, compañero de letras, profundidades y originalidades de Caballero Bonald o Carlos Edmundo de Ory. Pero no pasó de un segundo premio, diría el quisquilloso.
Quiñones se vistió de senador romano para ofrecer su pregón de Carnaval de 1980, en la plaza de San Antonio, el primer pregón tras las primeras elecciones municipales. Coronado por unas lindas mojarritas y atribulado por la efervescencia de la época, Quiñones se ganó el cariño y la consideración del respetable, no, espérate, pues el discurso iba tan bien escrito, con todas las comas y puntos suspensivos en su lugar, que no ha habido forma de olvidarlo jamás.
La participación de Quiñones en la fiesta mayor de la ciudad tropezó años más tarde. Fernando escribió al coro La Atlántida, en 1993, y no le fue demasiado bien que digamos. El Falla impone sus leyes no escritas incluso a los más grandes. Al cabo de sus edades más provectas, Quiñones personalizó su rechazo absoluto al devenir de los carnavales gaditanos, no le convenció el ritmo constante de la exposición pública que desembocó en la masificación de la fiesta que trajo invariablemente su fama casi inevitable.
De Cádiz y sus cantes sabía Quiñones un montón, pero en materia de Carnavales en vivo y en directo, a flor de piel, dejó las mieles de los laureles a otro Quiñones, Joaquín, que ponía en práctica las tesis de Fernando: «Las coplas pertenecen al pueblo». Cuando murió, algunas comparsas de tronío como la misma de Quiñones, los Templarios de Martínez Ares o Los Musiquitas, con Kichi en la punta del jurado, dedicaron hermosas coplas en su memoria.
Precisamente un autor más contemporáneo, otro personaje de su propia novela, José Rasero Balón, que desgraciadamente nos dejó este año, amaba el doble sentido, el pulso tragicómico de Cádiz y sus circunstancias. Su trilogía que narra con realismo mágico las aventuras del detective Benito Bram rezuma ingenio y desencanto, además de humor con denominación de origen. Rasero, en cambio, sufría los efectos del Carnaval de la calle en sus carnes, en la casapuerta de su casa, concretamente, y no encontraba el tiempo de zafarse de tanta bulla en los días señaladitos.
La suerte de Cádiz enfoca la labor del peculiar detective gaditano en el corazón de la plaza de Las Flores, a los pies de Columela, a cuenta de un asesinato. Benito Bram será por siempre un superviviente. Rasero decía que Cádiz es pura literatura, un monumento a la ficción, cuya realidad necesita ser contada y cantada.
Estos días han abierto las puertas de la nueva Biblioteca Quiñones en Cádiz, un proyecto de su viuda digno de aprecio y seguimiento. Fernando se paseó con frecuencia por las páginas de la prensa, los estudios de radio y los platós de televisión, no se privó de nada, ni siquiera de divulgar ante el mundo entero el talento de un genio llamado Camarón de la Isla. A Quiñones casi siempre le cuadraba apurar las horas verdaderas, casi siempre lejos de la comodidad.
Los asuntos sociales pueblan muchas letras de este año. Los Wonderful de Fran Quintana defienden con vehemencia el derecho al descanso dominical, por mucho capital que traigan los cruceros de vacaciones en el mar. El coro del Chapa denuncia los elevados índices de siniestrabilidad laboral y remarca, con orgullo de clase, que «la muerte de un obrero vale por dos».
Dos proyectos muy diferentes, la comparsa del Chapa y el coro de Luis Rivero, comparten la voluntad de hurgar en la herida abierta en la sociedad por los jueces francamente machistas que se sobrepasan en los interrogatorios ante las mujeres víctimas de la violencia sexista, hasta cubrirlas de estigmas y culpa.
Es curioso, si medimos a los coros de ambos autores sí que hayamos abismos enormes en su música y puesta en escena. El coro del Chapa se antoja robusto y de extraña fuerza interna, y muestra un tango original pero cercano a la raíz. Ya saben que al coro de Luis Rivero le cayó hace tiempo el sambenito de conjunto orquestal proclive al musical de campanillas. A Rivero se le escucha este año dolido por algunos aspectos, sobre todo por las críticas de los adalides de la esencia del tango gaditano. Qué sabe nadie. Leí el otro día que se ha quedado solo ante el peligro, valga la broma, pero a tenor de su actuación en cuartos de final los coristas apenas se resienten. Como otros coros, los artistas circenses y vodevilescos se resarcen con el viento en la cara mediante un derroche de musicalidad e interpretación. Y otros coros, como el de Nandi Villegas, reformulan su tanda de tangos para mayor gloria de la modalidad.
Un amigo experto en los laberintos carnavalescos sostiene que «si sale a escena un coro deslumbrante, por lo que respecta a la presentación y al popurrí, con unos cuplés sembraos y un estribillo fantástico, y con un conjunto de voces, además, espectacular, pero que flaquea de manera estrepitosa en el tango, pues entonces, simple y llanamente, no hay coro. Todo se derrumba como un castillo de naipes». Oh, Cádiz. Teoría y praxis del tango. Continuará.
Saben aquella copla de Lole y Manuel que decía: «El sol, joven y fuerte, ha vencido a la luna, que se aleja impotente del campo de batalla». En el teatro Falla se escribe cada noche un repertorio universal. El diablo ya no es el mismo, Satanás sólo sirve de divertimento. La soberbia es muy mala. La ley de la calle aguarda. Siempre hay uno que quiere y otro que se deja querer. Para Cádiz y sus satélites, ahora mismo, las noticias son un maniobra de distracción, y el regalo de estar vivo, un motivo de celebración, el rastro que nos delata.