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Las chonis, los Beatles de Cádiz y los guiris volaores

De repente, en medio del último wikén de las agridulces preliminares, Cádiz tiene un viaje de suerte y muy poco cinemascope

nacho frade

ENRIQUE ALCINA

CÁDIZ

Por la cuesta de febrero de Cádiz ni sube ni baja el autocar 47, primer premio del concurso de agrupaciones del celuloide español, camino de la derrota del olvido y la exclusión social, pero el azar y la poca vergüenza cuentan uno, dos, tres y hasta mil numeritos de la lotería clandestina del humor. Cuando menos te lo esperas salen agraciadas unas chonis con soniquete extra ordinarias o unos guiris volaores que no dejan títere con cabeza. De repente, en medio del último wikén de las agridulces preliminares, Cádiz tiene un viaje de suerte y muy poco cinemascope.

El singular triquitraque de la chirigota salida de un estuche de cariocas pone al descubierto que en Cádiz nada parece lo que es. Las chonis del Tomate se miran el ombligo, actualizan las claves del feminismo y perrean al compás de la rumba taleguera y canalla que tanto mola entre la juventud que hoy se expresa «en plan, como que, literal», como antes sus antepasados macarras lo hacían con otras expresiones que se han quedado más anticuadas que qué. La generación que no vocaliza se zampa un polvorón para darle caña al autotune y antepone las cintas de Camela a los pelitos patrás engominaos de Siempre Ajín. «Hay una choni pa' ti».

De la plaza de Amílcar Barsa, histórico contralto cartaginés y gran azulgrana, partió una mañana el autobús repleto de los gaditanos que darían testimonio directo del homenaje de la ciudad onubense de Ayamonte a su hijo pródigo, Enrique Villegas. A doce euros por cabeza, el mágico bus atravesó la velocidad del aire mientras Paco Rosado, a quien se le entendía hasta lo que callaba, no cesaba de contar aventuras sobre su suegro, a viva voz, y la gente aprovechaba los interludios para entonar brillantes pasodobles legendarios y ponerse tibios de chicharrones y vino de Chiclana. En los asientos delanteros se situaron los miembros de la nutrida estirpe de los Villegas, en la zona central los amigos e invitados especiales, y al fondo, muy formalitos, los componentes de la antología del hombre que un día abandonó su trabajo en la factoría de Astilleros para embarcarse en la temporada triunfal de los Beatles de Cádiz, que iba para un año y se prolongó durante casi ocho años imborrables.

Quedaron atrás tantos años de franquicias y hoy en día nadie se escandaliza con los pasodobles cañeros y los cuplés insobornables. Las chonis lo mismo reivindican el inconcluso plan de rehabilitación del Cerro del Moro, hartas de esperar que cristalicen esas promesas de cartón piedra, gloria eterna a la Nación de la Curva, que endiñan sin compasión a Juan Sebastián El Chano de Cádiz por guardar en el camarote de la princesa Leonor las ingentes cantidades de sustancias tóxicas que cogieron en su día. «Aquí huele igual que en casa mi abuelo». Luego, las muchachas acuden a la invitación de una fiesta narco, pa' qué vamos a esconder que vivimos en una zona estratégica del pingüe negocio contra la salud del planeta, «y aquello parece el Congreso».

Ya en las inmediaciones del teatro principal de Ayamonte, docenas de lugareños se arremolinaron en un hormigueo constante alrededor de los comparsistas llegados de Cádiz, la capital del Carnaval, que comenzaban a cantar suavemente ataviados, al fin, con la indumentaria color colorado del sargento Pepe y el club de los corazones solitarios de la bella localidad de Liverpool. Un momento irrepetible, el retorno feliz de Villegas a su pueblo. La figura del artista andaluz, que jamás habló mal de sus compañeros ni de sus rivales, asomó entonces en el horizonte de la peatonal calle. Villegas emprendió la ceremonia del paseo a la fama a lo lejos, al tiempo que su comparsa acercaba las melodías con flequillos yeyés, una cosa tremenda, hasta que Villegas se encajó en el centro de la escena, maqueado, evocador, caballero de fina estampa, escoltado por los suyos, recién recuperados del viaje y de los comentarios de Paco Rosado, el pirriaque de calidad suprema y el balance de las tournés de los Beatles de Cádiz que su creador anotaba religiosamente en el cuaderno de tapa dura de haberes y deberes que atesoraba como comandante en jefe de la sensación del año 66, a un paso del verano del amor.

Los Beatles de Liverpool ya barruntaban su retirada de los escenarios, agotados de no escuchar lo que estaban cantando, pues su repertorio acababa sepultado sin remisión por los chillidos del publiquito, tú sabes, los efectos del fenómeno fans que inauguró un tal Frank Sinatra tras la II Guerra Mundial.

Entre tanto, las noches del Falla se antojan a veces más cortitas que la plantilla del Cádiz, la gente se hace la encontradiza con la vida alegre y divertida y pregunta a quien corresponda «quién devuelve el mes de garantía» de las preliminares. Primer Carnaval sin el Millonario.

En Cádiz se formulan preguntas insidiosas a estas alturas del concurso: «¿a que no sabes lo que ha pasado?». Hay seres inhumanos que llevan dos semanas sin cortarse las uñas de los pies y se cuelgan de las jaulas de sus loros de Casa Crespo. «Ahora vengo». Gente que ve las cosas en blanco y negro y se regodea de vivir apalancada en su zona de confort, odiosa expresión que tendrían que abolir por decreto junto a eso del «24-7», que traducido resulta vaya usted a freír espárragos con dedicación exclusiva, nocturnidad y alevosía.

Alertados por la notoriedad que disparó a los Beatles de Villegas, sus homónimos británicos quisieron conocer de primera mano a los escarabajos trillizos, y eso que no lograron el primer premio en el concurso y tuvieron que conformarse con seguir la estela de los Hombres del Mar de Paco Alba. Viene a esta tierra un barquito, el Vaporcito de El Puerto, tocado y hundido décadas después pero protagonista eterno de uno de los pasodobles más cantados de la historia. Los Beatles, por sus partes, habían cosechado un montón de primeros en las listas de ventas, pues llegaron a copar el top5 de Estados Unidos.

Según recordó Villegas al cabo del tiempo, los Beatles de John, Paul, George y Ringo querían asegurarse de que los Beatles de Cádiz no se cachondeaban con ellos en directo, aunque algunos de los comparsistas gaditanos agregaron a la leyenda que los abogados del grupo de rock que cambió la faz de la tierra pretendían tomar cartas en el asunto por apropiación indebida de la marca registrada y la imagen del combo.

Fue en la sala de fiestas El Biombo Chino de Madrid. Un representante de los Beatles, que Villegas llegó a reconocer como el mítico Brian Epstein, se reunió con su colega gaditano. Ejerció de traductor el torero algecireño Miguelín, un tipo culto que protagonizó además algunas películas de la época, mientras el Peña y compañía interpretaban su repertorio transformado en cancionero pop para la ocasión.

Le gustó al gachó llegado de Ave Road, aun sin entender ni papa, así que salió satisfecho del surrealista encuentro entre los ecos de «Hablemos del jamón», «El baile de la gripe», «Yellow Submarine» y «Strawberry fields forever», sangre en la arena.

Villegas y sus comparsistas aseguraron que ambas partes llegaron a un acuerdo y que fijaron su intención de compartir cartel algún día, pero el representante se mató en accidente de avioneta, según Villegas, y se truncó la cosa. Parece que no se trataba de Brian Epstein, que también murió por esa época. Ya sabemos que las verdaderas historias jamás se cuentan exactamente como ocurrieron. Villegas, no obstante, lució muy buena memoria hasta el fin de sus días, amén de un talante admirable y una colección de éxitos sin parangón que apuntaba en su cuaderno.

Hoy casi nadie utiliza los bolígrafos bic naranja, bic cristal, dos escrituras a elegir, sino que se mandan mensajes de audio a sí mismos con pamplinas tales como «voy a aparcar los galgos en la puerta del mercado de abastos» o «me encanta el outfit de las chonis del Tomate». Los influencers del Carnaval miran fijamente a la cámara a la voz de «hola, corazones comparsistas, ayer me encontré con Subiela por la calle Cardenal Zapata y le pregunté: ¿Bien o qué?».

Los Beatles de Cádiz debutaron en 1965, precisamente el año en que los Beatles de Liverpool actuaron por primera y única vez en España, en las plazas de toros de Madrid y Barcelona, en sendos festivales presentados por Torrebruno. Villegas y los suyos estuvieron dando volatíos por todo el país, a raíz de un contrato magnífico en el tablao los Canasteros de Manolo Caracol, y llegaron a volar a Puerto Rico para culminar tres meses de trabajo en hoteles y discotecas. Las revistas de actualidad hablaban de ellos, la compañía discográfica se hacía de oro y ellos tenían un traje de verano y otro de invierno. Ganaron mucho dinero pero también pasaron penalidades. Fíjate si han cambiado los tiempos desde entonces que Villegas vivió primero en la Avenida del Ferrocarril y luego en la Avenida del Soterramiento, aunque en la misma casa, no muy lejos de Bahía Blanca.

Por cierto, la chirigota de las chonis, que exhibe un amplio catálogo de labios como colchones, como es natural, niega rotundamente que proceda de Bahía Blanca, y apela al colectivo sentimiento de rechazo a la pérdida de identidad de Cádiz de la que no escapan los barrios, ni siquiera los que gozan de un mayor índice de lo contrario a la mortalidad. En Cádiz, sweet darling, hay mucha «caridad de vida».

«Me llaman Charlot y estoy medio loco», cantaba el inolvidable Catalán Grande a la vera del Peña, que parecía un actor de Hollywood, y Villegas, un galán de la época. Locos por la locomoción, los Beatles abrieron las fronteras a las comparsas gaditanas, por mucho que se asemejaran a una chirigota, recuerden que Paco Alba inventó la modalidad con una chiriparsa, por así decirlo. El autor conileño nunca se montó en el Vapor, curiosamente, pero la comparsa más célebre de El Puerto de Santa María también tuvo un viaje de suerte. Raza Mora, los Simios, cuatro de diciembre muere una certeza.

Sin alardes, los guiris volaores de Conil, chirigota sin aspiraciones pero bien escrita, le pegan un viaje fuerte de turismofobia al sector servicios de las narices. Volare, oh, cantare. Balconing en plancha. Los notas de la chirigota volar, lo que se dice volar, no vuelan, pero subrayan, con los pies en la tierra, que si los fenicios ya llegaban en los cruceros, los guachisnais de hoy han comprado lo que Cádiz ha perdido, y «aquí todos son de afuera, como en el concurso». Andaluces por el Falla.

Oh, Cádiz, «tú no tienes balcones, tú tienes anuncios en el Wallapop». Agencia de viajes El Popurrit, Cádiz resiste a lo inevitable: «Esto es de los sevillanos, van a quedarse hasta con el concurso, igual que el Rocío, que ya de Huelva no es».

Es lo que tiene la globalización. En los tiempos de los Beatles de Cádiz, el Peña se lesionaba a menudo al arrojarse en lo alto del bombo en lo mejor de las parodias. Como dijo el gran filósofo Mágico González, «yo no pienso, yo tengo música en la cabeza».

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