la contraseña

Andaluces por el Falla

Estamos dando el espectáculo. Los gaditanos lo estamos viendo por la tele. Los visitantes salvan el presupuesto y llenan el teatro en preliminares

ENRIQUE ALCINA

CÁDIZ

La nueva temporada de Andaluces por el Falla promete sensaciones fuertes. Estamos dando el espectáculo. Los gaditanos lo estamos viendo por la tele. Los visitantes salvan el presupuesto y llenan el teatro en preliminares. Los entusiastas zagales llegados de los más inhóspitos rincones de Al Andalus, que se arrancan por las coplas gaditas consabidas de entresiglos, son erasmus del Carnaval. Un día nos estudiarán como quien prueba las sobras de anteayer. Somos ropa vieja. Y para que quede constancia, los hermosos tangos de rancio abolengo se adaptan a las circunstancias con lindas melodías, los pasodobles de las chirigotas comprometidas afilan sus garras, suenan de categoría algunas comparsas aspirantes a arrebatar el corazón de la afición, los cuartetos que lindan con Puertatierra declaman con gracia a la señal del guay, play, may y ya no hay marcha atrás.

Si cambia de canal se puede usted perder el retorno a la chirigota de Kike Remolino y sus viejos rockeros, que brindan una lección magistral de cómo aferrarse a un personaje y sacarle partido con el sello personal del autor, que no es otro que reunir en veinte minutos de vida las virtudes de la chirigota, denunciar a los cuatro vientos que «se está perdiendo lo de aquí, lo nuestro» y sumarse a la fiesta sin olvidar que estamos en un concurso, el espectáculo infinito de Cádiz de cara a la galería.

«Cuando terminen de pasar lista empezamos». Quienes pensaban que los levantadores de litronas iban a salir de butaneros no son de Cádiz. Con mucha alegría y poco dinero se le puede decir a Cádiz que «en verdad te aprecio un mazo», estos vacilones no hallan «una forma más jevi pa' decirte lo que te quiero». Cogedlos ahí. Amor, a pesar de todo, por la Cádiz fenicia, cuyos hijos «ahora están viviendo» allende nuestros contornos socio-económicos mientras la ciudad se convierte en «un decorado». Preciosa música de pasodoble, subrayan en la tele.

Miranda & Peralta preservan el misterio y la profundidad de esta manifestación anual, ayudan al espectador a reconciliarse con algo parecido a la felicidad y manejan las palabras justas para difundir lo que se canta en el escenario. También se encargan de acercar los entresijos de un concurso único en el mundo, el mundial de coplas, que no se rige todas las noches por los criterios de calidad pero tampoco por los códigos del negocio cultural.

Si le llega un mensaje corto, «Pepe Caja tiene cielo ganao», recuerde que los «andaluces por el Falla» que pueblan a sus anchas el gallinero se toman la función como si fuera un perverso e inolvidable fin de año y exhiben la naturalidad que la tierra les confiere y un punto de osadía, cero recato, nulo pudor, a pique de hacer el candao, aceptando de buena gana el reto de la espontaneidad, tan atractiva como peligrosa, volátil e instantánea. Había una vez un circo.

Nadie dijo que la vida del aficionado al Falla fuera fácil. «¡Ay, Carnaval, mi cárcel y mi libertad!», que cantaba «Entre rejas». Considera un estudioso del Carnaval, socio honorario de los mentideros del qué dirán, que el «publiquito» se antoja en buena parte culpable del bajo nivel al que a veces llega el concurso, que recaló en el gran teatro gaditano allá por 1972, porque desde hace ya muchos años, y al menos en preliminares, no entiende mucho de qué va la película ni se muestra exigente con el guión, el nudo y el desenlace.

El público de preliminares lo constituyen, hoy por hoy, familiares de las agrupaciones que intervienen en cada función, que a razón de dos entradas por componente sumaría medio teatro, como en las célebres noches de garabatillo pero con el turrón mejor repartido, y el «público turista», gente forastera que muere por lo nuestro de manera sorprendente, o lo acaba de descubrir, como quien dice, y tiene curiosidad por experimentar en carne propia cómo es eso de asistir a una sesión del célebre coac, coac, tras verlo por la pequeña pantalla. Amén del tradicional paseíto gaditano, patrimonio de la humanidad. La oferta incluye unas cuantas fotos para fardar con los compadres en el guasap o causar envidia entre los agregados del caralibro.

«Por encima de mí tendrá que pasar quien quiera callarme», entona con gusto exquisito el coro de Nandi Migueles, que estrena la evocadora música de tango de Riki Rivera, a veces saltarina, siempre a caballo entre lo clásico y lo nuevo, que lo mismo se pone elegante que zigzaguea, se retuerce y se marcha sin avisar.

Los niños del coro, guardianes de la novedad y de la esencia musical que busca Migueles desde hace décadas, emplean su afán expresivo para mojarse en defensa de la sanidad pública y universal, los derechos sociales. Afean la conducta a Errejón, «con la cara de tonto» que tenía, él se lo ha buscado, algo que volverán a hacer en el programa otros juglares cuando usted vuelva del cuarto baño y se pregunte: «¿De dónde ha salido esta gente?». «Tú no eres de Cádiz», decía el Morera.

El público de hoy no sintió los primeros síntomas del fanatismo, que nació en los primeros años setenta, cuando la comparsa aún no era mayor de edad y volvía a casa a la caída de la tarde con una brecha en la rodilla y una mancha de envidia en el pecho, tras las cruentas batallas por la hegemonía de la modalidad. «¡Qué porquería, nos vamos!», exclamaban entonces los reventadores de actuaciones que disparaban con balas ajenas desde el gallinero, el salvaje oeste gaditano de antaño, el infierno, la cara b del paraíso.

La gente de Cádiz, en general, y los verdaderos aficionados y expertos en particular, permanece confinada en su casa mientras se desarrollan los acontecimientos, estirando las piernas y descansando la mirada en los momentos más flojos o sacudiéndose la rutina y la desidia con las mejores viandas musicales. El público local ha perdido el aliciente de acudir al teatro a contemplar los grandes estrenos, de tal guisa que no es extraño que el teatro haya quedado en manos, un poner, de los erasmus del Carnaval o los hinchas acérrimos, mayormente esdrújulos, que incluso mandan saludos a sus primos, tíos o padres desde el patio de butacas justo antes de la presentación. Los lemas como «el que no diga ole» cotizan bajo a estas alturas, y los poetas impertinentes que rompen los silencios no hacen olvidar a la añorada María la de la Yerbabuena, al contrario.

El huevo o la gallina, that is the cuestión. «Andaluces por el mundo» se títulaba la comparsa de Antonio Martín de 1984, el año que detectaron filtraciones de humedad en el palco del jurado.

Antes de que los comparsistas aparecieran emperifollados, antes muertos que sencillos, ay que sencillos, el aficionado medio gaditano podía distinguir a sus ídolos por sus caras. Hoy tienes que detener la imagen para reconocer por sus hechuras o sus tatuajes a alguien del barrio, del trabajo, uno de los nuestros.

Las ollas de menudo que guisaban en los palcos convierten en fritanga la nostalgia de futuro, las sesiones con catorce agrupaciones se agolpan en los historiales de las grandes voces de Cádiz, la reventa que ejercía de selección de personal, los sultanes del swing, las sultanas de coco, las coplas de peloteo, los rumores de Los Pabellones nada tienen que envidiar, en la memoria milenaria, al desenfreno de los saturnales romanos, los preámbulos del Carnaval de paganini, la clandestinidad o las noches de autocares, los verdes que traían a la clá de los grupos punteros de la provincia y los amarillos que se llevaban a los concursantes malos de solemnidad.

Sacrifican las ansias de originalidad los rockeros del Remolino, que se ajustan a la perfección a las leyendas cinematográficas de sexo, drogas y rocanrol, al doble sentido de los callejones y al ritmo rumboso de los cuplés marcados por el «We Will rock you» de Queen. Vuelve la chirigota sobre los pasos del cuplé picantón, la jaravaca a traición traducida en apología de la harina de garbanzos, la tortillita de camarones, las ortiguillas rebozadas y la vivienda, el trabajo y la dignidad en adobo. Menuda banda sonora, muy al tipo, no, espérate: «Bienvenido», de Miguel Ríos, «Una noche de amor desesperada» de Triana, «Highway to hell» de AC/DC, dedicada al PP y Errejón, al estilo «jevitano» y, por segunda vez en lo que va de concurso, «Let it be», de los Beatles, la cumbre del popurrí plagado de maldades. «No lo vi, no lo vi, ganando un grupo Sevilla, de momento, no lo vi», si no fuera por el final reivindicativo, cañero, que se aleja del metal de los Scorpions para adentrarse en la piedra ostionera y el guiño a la presentación de Caleta.

En otro lugar del dial echan ahora un documental que resalta que en la antigüedad había muchos adictos al teatro griego, que Platón era un derrotista y Aristóteles un tío enrollado. Lord Byron visitó Atenas. También estuvo en Cádiz, por supuesto. Cádiz no tiene la culpa de ser la ciudad más antigua y bonita de Occidente. En la tele hablan del Atenas romano, en un canal, y del Cádiz sevillano, en la mente calenturienta de cualquier cascarrabias del Carnaval que arrastre ya lo que podría diagnosticarse como la típica cruzada de cables en el ecuador de preliminares o pérdida de cobertura de la fiebre óptica.

Según un estudio realizado por otro amigo desconocido y enviado con urgencia al grupo de guasap de los carnavaleros escarmentados, habría que preguntarse hasta qué punto este invento, que siempre fue algo muy nuestro, de nosotros para nosotros, una fiesta casi íntima que se desarrollaba y se vivía, como aquel que dice, «en familia», se ha transformado, con los quinquenios y a la luz de los focos del plató de televisión del Falla, en otra atracción turística pensada, por lo tanto, para atraer y agradar más al visitante que al vivaracho lugareño, usuario habitual o contribuyente a secas. Porca miseria. ¿Será posible? Volverán las oscuras golondrinas en cuartos de final.

Cuando parece que está todo perdido, se monta el lío. El público acalla a una chirigota, o así, que se presenta de repente con un sermón negacionista y muy malas ideas. Histórico, oiga. Afortunadamente, los gachós, que pa' mí que vienen a provocar y a contagiar a los presentes lo peorcito del reflujo gastroesofágico, no vocalizan y apenas se les escucha la vox. Si al menos cantasen bien. La concurrencia, vacunada de espantos, se impacienta, el telespectador se remueve en el sillón, huele la sangre, hacía tiempo que no se veía algo parecido en el concurso, la gente se toma la justicia por su boca y echa el telón imaginario al grito de «¡Campeones!», hasta rubricar un socorrido y amenazante «Me han dicho que el amarillo» con el que los manda al Caribe. Aquí hay mucho gaditano o esta gente está aprendiendo ligero. En directo o a la carta. Por lo demás, todo bien. Que no se entere la Unesco.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación