El religioso Luis Pérez en Sierra Leona (con camiseta blanca), rodeado de una población que sufre la miseria y la enfermedad. :: R. C.
Sociedad

«Hemos perdido la esperanza»

El misionero toledano Luis Pérez trabaja en la misión de Makeni, uno de los focos más virulentos del ébola en Sierra Leona

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A Luis Pérez le sorprende nuestro estupor, la inútil confianza en la incapacidad del ébola para ir más allá de escenarios tropicales, remotos y míseros. «¿Cómo se pudo decir que no llegaría a España?», exclama. «Hay turistas ricos que viajan, emigrantes que cruzan fronteras antes de que sus síntomas se manifiesten». A este veterano misionero también le parece difícil de comprender todo lo que ha sucedido alrededor del hospital Carlos III, el contagio de la auxiliar de enfermería Teresa Romero o el comportamiento de la Administración sanitaria, esa aparente falta de una planificación precisa en el tratamiento de la enfermedad.

«Tenían que haberlo pensado antes. Cuando tratas con una persona contagiada hay que ser muy meticulosos, seguir fielmente los protocolos, porque el riesgo está en el cansancio, el sudor, en un descuido», advierte. Su extrañeza, según cuenta, es compartida por todos en su entorno, en la localidad sierraleonesa de Makeni, donde incluso la radio local ha informado de lo ocurrido en la lejana península europea. «Aquí se comenta cómo ha sido posible en un sitio en el que hay de todo».

El religioso se muestra más comprensivo con la inquietud generada por la crisis. «Entiendo la psicosis, porque aquí la hubo antes y los medios de comunicación han incidido en la truculencia del mal. ¿El sacrificio del perro? Qué quiere que le diga, no quiero ofender a nadie, pero yo tengo cuatro y no se puede dudar ante el riesgo. Hay cosas sobre las que no cabe exagerar».

El derrumbe de una ciudad

El futuro de su ciudad, uno de los motores económicos del país africano, se diluyó el pasado mayo con la aparición de los primeros casos. Nadie esperaba al ébola y costó asimilar la noticia. «La gente tenía miedo y no avisaba, y muchos esperaban la muerte en casa, comiendo en el mismo plato que los suyos», recuerda. «En una semana ya estaban infectados y siete días después, habían desaparecido todos». Al mismo ritmo que proliferaban los fallecimientos, comenzaron a cerrar las empresas mineras y madereras, se detuvieron las obras de infraestructuras y las ONG partieron dejando tras de sí proyectos frustrados de desarrollo agrícola y la promesa de una vida mejor.

«Te duele la muerte, pero también todo el trabajo perdido, la esperanza que se ha venido abajo», confiesa. Desde entonces, la actividad urbana se ha ralentizado, los comercios permanecen cerrados y apenas hay transporte de mercancías. «Actualmente llegan menos verduras y los precios han subido», cuenta. «La gente vende cualquier cosa para comprar alimentos, y si no, no come ni puede adquirir medicinas contra la malaria, que ataca a todos, se adapta a las condiciones de cada uno y causa más fallecimientos que nunca. Es una tragedia».

En la región todos comparten la idea de que se ha perdido una oportunidad, precisamente ahora, cuando a Makeni había llegado, por fin, la modernidad más básica. Cuando, sus ciudadanos disfrutaban por primera vez, de suministro eléctrico y asfaltado en sus carreteras.

El misionero residió en la población durante la pasada guerra civil, tiempo de destrucción completa y masacres que aún traumatiza a los supervivientes. Ha vuelto hace ocho meses para retomar su labor con los feligreses cristianos, que son minoría en una región predominantemente musulmana. «Estamos bajo mínimos, no podemos contactar con la gente y debemos seguir prevenciones como no tocar a nadie o sentarse en un poyete húmedo».

Las limitaciones que impone la enfermedad no disuaden a Pérez, que no se plantea el regreso a España. «Yo no estoy aquí sólo para trabajar, sino para vivir con una comunidad, compartir, aunque nunca lleguemos a estar en las mismas condiciones que los locales», sostiene. «No da lo mismo esperar fuera, aunque la repatriación ante los contratiempos es un derecho de todos los españoles». La ignorancia y dejación iniciales han dado paso a una actuación más decidida del gobierno, que ha movilizado policía y ejército contra el enemigo invisible. «Si se detecta un contagio, la casa es puesta en cuarentena y un piquete de soldados impide entradas y salidas», indica. No obstante, admite que no hay centros de aislamiento ni suficientes ambulancias para la magnitud del problema.

La actitud de la población también ha cambiado. «Ahora existe la convicción de que si no haces nada, estás perdido». En cualquier caso, cada día, se produce una media de cinco o seis decesos, si bien hay un puñado de distritos que permanecen ajenos al fenómeno. «Porque se han cerrado a cal y canto, y no se puede viajar sin permisos médicos y policiales, pero, ¿quién puede poner puertas a la selva?».

Falta de atención

La enfermedad, además, ha provocado otras consecuencias más difíciles de combatir. Muchos hospitales y clínicas del país permanecen cerrados o medio vacíos porque ni los pacientes ni el personal sanitario acuden ante la posibilidad de entrar en contacto con infectados. «En Sierra Leona, ha matado a 137 médicos y enfermeras», aduce. «Hay gente que fallece porque nadie la atiende». También ha creado dramas insólitos en África. «Aquí no hay niños abandonados porque, si fallecen los padres, los acoge la familia extensa, pero los huérfanos del ébola son estigmatizados, y resulta difícil encontrarles un hogar».

Curiosamente, algunas prácticas ancestrales contribuyen a acentuar el problema. «La costumbre de lavar y besar el cadáver se ha convertido en una de las principales vías de propagación, así que los asistentes a un entierro se suelen infectar frecuentemente», señala. Resulta complicado luchar contra una tradición animista tan enraizada como la que existe en la región. «Los nativos temen más a los muertos que a los vivos».