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Coja y demente

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Todo empezó como suelen hacerlo estas cosas. Un tipo enfadado que pone una denuncia. Hubo mala suerte. El decanato repartió el escrito y cayó en un juzgado que tenía un juez esforzado, trabajador y competente. Era la primera vez que observaba una cosa así, tan bonita: una denuncia por delito de sedición de los artículos 544 y 545 del código penal. Había estudiado en la carrera múltiples delitos pero aquel no era uno de los que más le gustaba a Juan Terradillos (él prefería los delitos socioeconómicos, el derecho penal de empresa). Cuando empezó a opositar lo recordaba como el tema del segundo examen que nunca caía. «Es ciencia ficción penal», le decía su preparador. El juez minutó la denuncia y la incoaron, dándole número. Luego vinieron los problemas: de competencia y jurisdicción, la solicitud de suspensión por aforamiento, las llamadas telefónicas desde togadas montañas nevadas, los eseemeeses de advertencia en plan ten-cuidado-donde-te-metes, el exceso y el defecto de celo. Y más luego aún, si cabe, la presión recibida por la convocatoria del anuncio de la propuesta del referéndum sobre si hay que hacer referéndum.

Ni la persecución en la prensa que no era rosa ni amarilla, ni el ataque personal rosa o amarillo hicieron que aquel juez esforzado, trabajador y competente cediera y al final el tema explotó. Era la primera vez que un presidente autonómico catalán era denunciado, imputado y procesado, estando aún caliente el cojín de su sillón. El asunto se mediatizó y comenzó la manipulación política. Junqueras pidió saltarse una Constitución «rota y demente», la española de 1978; con la boquita pequeña, claro: clamó por el respeto absoluto a la democracia participativa y por el derecho a decidir lo que sea: un, dos, tres; ¿papa o bistec? Y luego llegó esa extraña suma conceptual: la izquierda republicana (aún recuerdo cuando había una derecha republicana.) y solicitó un derecho racial limitado demoscópicamente. Charnegofóbico.

Y entonces llegó el juicio oral. Quizás condenaran al presidente o puede que saliera absuelto pero el juez, ese instructor esforzado, trabajador y competente, vio cambiado su destino de trabajo a un pueblo de diez mil habitantes. Su ascenso fue congelado. Su esposa lo abandonó, al no aguantar todo aquello. Y cuando el president fue condenado por promover la secesión de Cataluña a quince años de prisión y a inhabilitación absoluta como autoridad por el mismo plazo, el viejo juez, humillado y divorciado, acabados de cumplir sus 40 otoños, se subió a una silla en su despacho y dejó colgado su togado cuerpo de blancas puñetas bordadas, bailoteando sin vida al ritmo y son de una victoria que a todas luces se pudo considerar pírrica.

@montieldearnaiz