Editorial

Pepito fiestas

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Pepito Fiestas no era un santo, pero tampoco le parecía a Torre que fuera más pecador que, pongamos por caso, Jesús Giligil o Mario Conde. El tío se lo había currelado estudiándose una carrera universitaria. Bueno, aprobándola, porque estudiar, estudió poquito. Era un Máster del Universo haciendo chuletas. De papel, cuando estudiaba, o a la parrilla, en el jardín delantero de su mansión de Campoloco. Tal como recogió su título le puso un marco gris con paspartú y se lo regaló a su difunta madre, que aún no era difunta. Pepito Fiestas lo tenía claro: él se iba a forrar en papel morado. Se enganchó con una gachí de jurdeles (y jureles, vivía del import-export) y juntos fueron a explorar el peligroso terruño lumpen de los Coniles de la frá. Sentados en la arena cálida y fina del Palmar, admirando al sol que entraba por el recto del mar como un supositorio que provocara la noche, y justo antes de empezar el proceso de moldeo del barro carnal, Pepito Fiestas tuvo una premonición. No sabía muy bien si era producto del delicioso maki con yakisoba que había comido en el Sushi-more de La Mona Beach, o de que le había dado la solana en demasía, friéndole el tarro. Pero la tuvo.

Al día siguiente Pepito Fiestas no pensó en el magreo ante díem con la mayorista (no limpiaba pescado) sino que descolgó el teléfono y llamó a su amigo Raphael Martín, que apadrinó su ingreso en el partido. Tras eso acudió a una delegación sindical para ofrecer el pago de una cuota mensual, lo que provocó que inmediatamente le hicieran entrega de un segundo carné. Luego fue a casa y se bajó de internet una peli de la Sharon Stone, ésa del Casino. De ella aprendió una grandísima lección: la rubia sexy que cruzaba las piernas repartía guita entre las camareras y croupiers y éstos le hacían la vida más fácil. «Lo que saben éstos de Hollywood», le confesó un día al propio Torre.

Al cabo de unos años Pepito Fiestas estaba ultra-podrido de pastuqui. Había montado doce sociedades que se dedicaban a lo mismo y se facturaban entre sí siguiendo los dictados de un hábil economista-fiscalista. Los cursos de formación a desempleados eran una bicoca de campeonato. Pepito recibía una llamada de un baranda, avisándole, y constituía una eseele, tras lo que solicitaba una subvención de un kilo de billetes (Torre piensa si alguna vez un kilo de billetes llegó a pesar un kilo). Al mes, recibía un pelotazo en su cuenta corriente y, entonces, sólo tenía que hacer aquello que Sharon Stone le había enseñado.